CAPÍTULO 4: LA RAZÓN DEL INSOMNIO

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La noche había sido extremadamente larga y tediosa. Como estar viendo una película infumable. Henry tuvo tiempo de observar la luna, una masa celeste incrustada en la distancia, despidiéndose con lentitud mientras hacía relucir sus oscuros mares lunares. También observó cómo la refracción de la luz solar indicaba que el sol aún permanecía bajo la línea del horizonte. Y también atesoró un dolor de cabeza. Un intenso dolor de cabeza que le duró toda la noche; era el traqueteo de un martillo neumático clavado en el hueso frontal del cráneo.

El culpable de haber padecido insomnio no era otro que Mike Barbrow. Una costumbre ya excedida, pero igual de tormentosa que siempre. Cuando cogió el móvil y apareció el nombre de su padre, pensó en un hecho irrefutable: la calma se esfumaría, atenazada por la excitación. A decir verdad, jamás creyó que el hombre que decía ser su padre lo volviera a llamar después del último encuentro entre ambos. Sin embargo, y no sabía el por qué, se atrevió a regresar a su vida. La vergüenza y la dignidad –si alguna vez las tuvo– las dejó en su corazón, un corazón repleto de veneno. Henry, con el móvil en su mano temblorosa y las mejillas ardientes, se le nubló la mente y dudó en contestar, pero se decidió a hacerlo. Fue un impulso; uno de esos que a menudo poseía. Tras escuchar la voz de su padre, áspera e inflexible, los músculos se le pusieron rígidos y contraídos, como una persona en un ataque epiléptico. No la recordaba, y lo agarró de imprevisto. Henry, queriendo ir al grano para dejar de hablar con Mike cuanto antes, se aclaró la garganta y le preguntó con frialdad qué diablos quería. Su padre suspiró, una señal poco clara en cuanto a sus intenciones, y luego le dijo secamente que necesitaba ayuda económica. En un primer momento, Henry deseó estar delante de él y asestarle un golpe en la mandíbula, un golpe que aclarara sin ambigüedad su negación. Sin embargo, rompió a reír como si le hubiesen contado un chiste realmente malo. La comisura de los labios se ensanchó; su dentadura crujió y se vislumbró, nacarada como un cisne. Al otro lado de la línea se escuchó otro suspiro, aunque esta vez más prolongado. Henry supo, sin una muestra de duda, que a su padre no le agradó cómo se había tomado su petición. Sin embargo, era la sensación que quería transmitirle, pues Mike, continuamente, le había hecho sentir lo mismo. Henry, en época adolescente, intentó contarle algún problema. Bien podía estar relacionado con los estudios, su pareja –en aquel entonces fue Beth– o el mundo en general, con el objetivo de recibir unos consejos de un padre que deseaba la alegría y el bienestar para su hijo. O, al menos, lo que deseaban los demás padres. Y lo único que consiguió fue desprecio mientras ingería una copa tras otra de whisky y fumaba –quizá cigarrillos o tal vez marihuana– sin cesar. Al ver aquello, Henry titubeaba y el alma se le prendaba de cicatrices punzantes que la consumían con impudor.

Cuando esperaba una irritación o simples insultos, Mike comentó que su ayuda era realmente necesaria, y luego le dijo algo que lo trastocó: Por favor. Henry negó con la cabeza. Por favor eran las dos palabras mágicas. Las palabras que curaban todas las vilezas. Las palabras que instigaban a perdonar. Pero Henry no cayó en la trampa. Ya había tropezado con la misma piedra en multitud de ocasiones. Estaba hastiado. Como un atleta después de una participación en la maratón de treinta kilómetros que tenía lugar en El Valle de Lobos.

Henry amarró el bolígrafo, comenzó a juguetear con él entre sus dedos y musitó con un hilo de voz que se hiciera cargo de sus propios problemas. Mike suplicó con un tono plácido. Un tono que sabía fingir a la perfección, pues albergaba experiencia. Henry no desistió en su refutación; se mantuvo sólido. No estaba dispuesto a sumergirse en la hostilidad de su padre, y ser de nuevo un títere en sus manos. Se avecinaron unos segundos de silencio. Henry observó el móvil para cerciorarse de que su padre seguía allí y volvió a colocárselo en el oído, éste algo encarnado por la presión del aparato. Justo en el instante de colgar, la voz de Mike resurgió y dijo que si no le prestaba el dinero lo matarían. La incertidumbre se adueñó de Henry. ¿Hasta qué punto era capaz de mentir solo para cogerse una borrachera o realizar algunos de sus trapicheos? Sabía cómo era, pero jamás pensó que llegaría a tales extremos. Con la frialdad más notoria, comentó que y se despidió, mientras Mike proseguía suplicando y exclamando que acabaría muerto.

Delirio y Tormenta #Las100MejoresWhere stories live. Discover now