CAPÍTULO 2: EL SEÑOR WHITE

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Llegaron a Tristanza diez minutos después.

El resto del viaje sucedió sin incidencias reseñables: Alison, pese a tener unos cuantos espasmos de la vigilia, fueron leves y no le trastocaron demasiado el sueño, y Megan cogió un pasatiempo de la guantera, él los odiaba con estupor, y comenzó a buscar las palabras que se escondían entre la sopa de letras. Henry se dedicó exclusivamente a la conducción y, de tanto en tanto, mascaba un chicle mentolado para despejar un poco la mente.

La llegada resultó ser satisfactoria. Después de circular por un sendero arenoso y repleto de baches, en los cuales estuvieron a punto de volcar y acabar aplastados bajo los escombros de un todoterreno, aparcó en un establecimiento que colindaba con la entrada principal. El motor, antes de apagarse, emitió un silbido cortante, pero era normal. El coche ya llevaba unos buenos años de trote, de múltiples viajes, así que no se preocupó. Simplemente estaría oxidado.

Clavó la mirada en la casa. Era inmensa. La fachada de ladrillo tenía un tono ocre, discreto, y la luz de la luna, visible en el cielo desde hacía poco, incidía sobre ella ofreciéndole un aspecto similar a las viviendas de los años ochenta. Jamás pensó, incluso cuando la divisó por primera vez en aquella página de internet y logró encapricharse de ella como si de un flechazo se tratase, que desprendiera algo tan mágico y precioso. Sin embargo, ahora que albergaba una visión cercana y completa, comprendió el por qué le agradó desde el primer momento. Y también comprendió cómo, esta vez, no estaba equivocado. La certeza de ser felices empezaba a tomar buenas riendas. Empezaba a ser real.

-Vaya... papá -comentó Alison. Estaba erguida en el asiento, sujetando a Minnie Mouse con fuerza-. ¿De verdad vamos a vivir aquí? Me encanta.

Esas palabras recorrieron su espalda, impregnándola de escalofríos. La importancia de conocer qué pensaba Alison sobre la casa se tornaba imprescindible. Admitió que tuvo miedo. Miedo de escuchar no me gusta, papá. Miedo de observar cómo fruncía el ceño y apretaba los labios en señal de inquietud. Pero nada de aquello ocurrió.

-Estupendo, cielo -exclamó con entusiasmo. Se le antojó desmedido.

Henry amarró las llaves del coche y se las guardó en el bolsillo. Otro silencio reinó en el ambiente. El cuerpo de la luna era ya visible, y una hilera de estrellas se había instaurado alrededor de ella, emitiendo una luz transparente e intensa como el aliento de un dragón. Recordó el cuento de La Dama y el Dragón, un cuento que siempre le recitaba su madre antes de dormir, pues la incandescencia de la luna era semejante a la de la historia. En cierto modo lo reconfortaba, pero debía reconocer que para la ambientación de una película de horror era perfecta.

De forma inesperada, Alison se removió en el asiento, abrió la puerta y salió del coche como un cohete en dirección hacia una galaxia muy lejana, dejando a Minnie en el interior. Henry abrió los ojos y torció la boca; sabía qué iba a hacer. Solo había una razón por la cual su hija perdiera de vista por un momento su peluche: un jardín. Alison se aproximó a él y abrió la boca, desprendiendo una felicidad innata solo al alcance de ella. Era una pequeña parcela situada al lado de la casa, pero la decoración era elegante. Justo en el medio había una fuente de piedra angulosa con formas de concha, y en la parte superior descansaba una cabeza de león en tono dorado. Los chorros de agua se suspendían en el aire y luego descendían formando arcos preciosos. En el extremo opuesto de la parcela había un espacio para el regocijo de los niños: un tobogán cristalizado amarillo, dos mecedoras disfrazadas de águila y un trepador de cuerdas de aproximadamente tres metros. Esto último iba a pasar desapercibido, pues Henry conocía el miedo que sentía su hija cuando estaba en las alturas. Alison se adentró en el jardín y corrió de un lado a otro, agitando los brazos, meciéndose como la brisa matutina. En ese instante, quiso retroceder en el tiempo y regresar a la infancia, esa etapa donde el humor era un estilo de vida y las preocupaciones se quedaban en el umbral de la oscuridad. A pesar de todo, tampoco quería renegar de la etapa adulta, pero Henry prefería la etapa infantil. Ser adulto, a menudo, se volvía febril y angustioso. Como estar bajo los síntomas de la varicela.

Delirio y Tormenta #Las100MejoresWhere stories live. Discover now