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Se sentía débil y sus pensamientos giraban en un interminable espiral de sucesos.

Oía voces.

Lejanas, pero las oía. No eran como la de Maestro, eran más suaves, y los tonos no eran uniformes. Eran humanas.

Parecía como si una pared de vidrio le impidiera volver a la realidad. Su cuerpo no le respondía y sus párpados no querían despegarse de sus pupilas, pero sus oidos se mantenían atentos a cada sonido.

-En las dunas. Estaba desmayada. - anunció una primera voz. - La encontramos en estado de shock, parecía haber tenido un ataque pánico.

La segunda voz respondió una frase que no llegó a los oidos de Siete y la primera voz retomó la conversación.

-¿Es ella? ¿La que falta? ¿La que no pudimos sacar? - dijo la voz, y la otra voz se mantuvo en silencio.

El espiral comenzó a girar entorno a la conciencia de la joven y la anestecia se encargó de que todos sus sentidos se durmieran, dejándola completamente inconsciente. Completamente vulnerable.

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Abrió sus ojos de golpe, sintiendo la adrenalina regresar a su cuerpo, enviando oleadas de energía por sus venas.

Quizo incorporarse, asustada y confundida, pero sogas amarraban sus pies y muñecas.

Su respiración comenzó a agitarse y sintió el nudo en su garganta.

Peleó contra las atuduras, logrando que estas rasparan su piel, sin ceder ante las quejas de la muchacha.

Dejó caer la cabeza sobre la superficie de metal, intentando calmarse y asimilar en dónde se encontraba.

Era una sala de hospital, pequeña y cuyas paredes revestidas en metal brillaban con las luces de emergencia que permanecían encendidas.

Siete contempló el equipamiento dispuesto en una pequeña mesa de metal, justo al lado de donde ella estaba amarrada. Agujas, vendas, tijeras y muchos otros elementos desconocidos para ella emitían leves destellos que encandilaban a la muchacha.

No había mucho más en el lugar, a excepción de la camilla metálica donde la perturbada joven intentaba encontrarle sentido a lo que ocurría.

Siete contempló su cuerpo, viendo el camisón, que alguna vez había sido blanco, teñido de un claro color arena, con algunos agujeros y manchas rojizas, sangre.

Respiró, angustiada, y el pánico regresó a sus ojos cuando vio la enorme aguja metálica que se abría paso por su atebrazo derecho y escarbaba en su piel, enviando cedantes, inservibles, a su sangre.

Forcejeó, con la angustia acrecentándose en su pecho.

No pudo pensar en algo más que en salir de ese lugar y esconderse donde nadie pudiera encontrarla, donde nadie pudiera continuar asustándola.

Se obligó a calmarse, e intentó incorporarse, quedando casi de costado y más cerca de su brazo izquierdo.

Observó la soga que mantenía en su lugar a su muñeca y comenzó a morderla ferozmente, escupiendo a ratos los hilos que se colaban en sus dientes.

Con paciencia terminó por cortarla, y con ayuda de esa mano y de sus caninos, logró dejar libre la segunda mano.

Extrajo la aguja de su piel, entre jadeos de dolor, y la utilizó para cortar el resto de sogas que mantenían firmes sus piernas.

Ojos BlancosWo Geschichten leben. Entdecke jetzt