VII: De pasitas y polvos va la cosa.

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El sol pareció levantarse con energía renovada aquella mañana. Brillando radiante y caliente mientras intentaba hacerse un hueco entre tanto rascacielo, luchando por ser visto en esa jungla de cemento.

Quien también pareció levantarse con la salida de los primeros rayos de sol que se colaban por la ventana del apartamento de James, fue Anne. Juraría que contaba con una especie de alarma interna que la avisaba cuándo era tiempo de irse —las veces que se quedaba a dormir en camas ajenas—. Era como una reacción alérgica; comenzaba a moverse mucho en la cama, a estar incómoda, a picarle todo el cuerpo y terminaba despertándose. Con el cuidado que requería levantarse de la cama para no despertar a su amante, se deshacía de las cobijas para recoger sus cosas y en menos de cinco minutos se había marchado por la puerta sin dejar ni el menor rastro de su estancia.

Pero aquel día no contaría con esa suerte. Se encontraba buscando su ropa interior, la cuál acabó dispersa por distintas zonas de la habitación. Las bragas estaban sujetas en una de las esquinas de la cómoda, tuvo que aguantarse una gran carcajada ante la escena. Daba gracias porque estuvieran limpias y porque James durmiera, porque era una escena bochornosa. En cuanto a su sujetador, lo encontró en la repisa de la ventana. ¿Cómo mierda ha llegado allí?, se preguntó acercándose a recogerlo.

Su huida estaba marchando viento en popa, pues no le faltaba nada. O eso pensaba. Cuando se encontraba en la habitación contraria —la cuál abarcaba comedor, sala de estar y cocina al mismo tiempo, pues se trataba de un loft— quiso haberse golpeado la cabeza contra la pared. Al ver su bolso recordó que no le quedaba ni un mísero centavo para regresar a casa. Podría ir andando, pero era demasiado arriesgado partiendo de que llevaba tacones y que su apartamento quedaba a más de diez manzanas de allí.

Apretó los puños con rabia a sus costados. Si supiera que no tendría que volver a ver a James en su vida, habría optado por urgar en su cartera y robarle un par de billetes de diez. Más sabía que volvería a ver a ese estúpido —dicho desde el cariño—, así que le parecía rastrero hacer semejante canallada. Con todo el pesar del mundo por tener que echar a perder una huida grandiosa, regresó a su lugar de partida.

—James —susurró en un intento de despertar a la bella durmiente, pero no daba resultado— ¡Pene pequeño, te están robando tu colección de porno! —exclamó, zarandeándolo.

Devlin abrió los ojos alarmado como si acabaran de despertarlo en pleno campo de batalla y él fuera el próximo objetivo, frunció el ceño al ver a Anne moviéndolo de lado a lado

— ¿Qué? —preguntó a media voz por despertarse tan repentinamente, pero con los ojos como platos.

— Sabía que funcionaría. No hay ningún tio que no despierte cuando le mencionas la palabra porno —carcajeó Anne— Necesito que me hagas un préstamo.

— ¿Qué hora es? —cuestionó girando su cabeza hacia el despertador. Las 6:42 de la mañana. ¡Por favor, que aún le quedaba al menos una hora de sueño!

— Necesito veinte dólares para volver a casa, ¿me los prestas?

Se sintió mal por pedir dinero, era algo que detestaba. Pero no le quedaba otra opción.

— ¿Por qué coño no te vuelves a dormir y te esperas a que yo vaya a trabajar y compartimos taxi? Por el amor de Dios, Anne, son las seis de la mañana —protestó dándole la espalda y deseando volver a coger el sueño.

— ¡No seas nenaza, Devlin! —le golpeó en un brazo— Una de mis reglas es no quedarme a desayunar, así que préstame los putos veinte dólares.

— ¡Pues no desayunes, pero déjame dormir! —se quejó alzando la voz.

No sabría decir quién de los dos tenía peor despertar.

Amor y otras enfermedades.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora