VI: Viaje gratis al paraíso.

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Anne quiso que la tragara la tierra cuando abrió su bolso y descubrió que llevaba el dinero justo para pagar al taxista, lo que quería decir que no podría darle ni un mínimo de propina. Ya estaba pensando cómo el caballero que sufría de calvicie, la secuestraba y vendía sus órganos en el mercado negro a modo de venganza por no dejarle un par de dólares como propina.

El taxi frenó frente a un gran edificio y se irguió lo más que pudo en su asiento. El señor le indicó la cantidad, ella le acercó los billetes y salió del coche.

— ¿En serio? —preguntó el taxista sacando la cabeza por la ventanilla— ¿Ni siquiera un par de centavos como propina?

— Lo siento, pero no llevo nada —se sintió mal, incluso.

El señor, que pedía a gritos un peluquín o en su defecto, un implante de cabello; la contempló de arriba a abajo y soltó algo en un idioma muy extraño. ¿Ruso? ¿Alemán? ¿Polaco?

— Zorra americana tacaña.

Retiraba la afirmación de su culpabilidad. Aquel ser era un impresentable.

— ¡Espere! —lo detuvo antes de que partiera— Creo que tengo algo por aquí.

Anne se dispuso a rebuscar en su bolso mientras el cabreo de aquel ruso parecía disminuir. Cuando se aseguró de que estaba bien atento a sus movimientos, Anne fingió que sacaba su monedero cuando realmente estaba sacándole el dedo de en medio al taxista.

— Mire qué tiene esta zorra americana tacaña para usted —el ruso apretó la mandíbula y comenzó a soltar lo que probablemente eran palabrotas en ruso mientras Anne sonreía maliciosamente sin dejar de mostrar el dedo.

En cuanto le pareció que el taxista se quitaba el cinturón y se disponía a bajarse del coche, corrió hacia el edificio para estar a buen recaudo. Cabrear a alguien con ese perímetro de cabeza no debía traer nada bueno.

Saludó a prisa y corriendo al portero del edificio de apartamentos cuando pasó por enfrente de éste para adentrarse en el ascensor. Pulsó con ansia el número del piso de James y se relajó contra una de las paredes. Comenzó a reír al caer en la cuenta de que la primera y última vez que el portero la había visto, también había salido corriendo de aquel lugar. Posiblemente asqueada por un cretino que apestaba en la cama. Más ahora regresaba del mismo modo que se había ido. Aquel hombre pensaría que era una chica trastornada con predilección por esos que apestaban en el catre.

Suspiró cuando las puertas de acero del ascensor se abrieron, intentando recomponer la compostura después de semejante incidente, y anduvo hasta dar con la puerta de James. Aún se sorprendiera de que recordase dónde vivía, una gran suerte que tuviera la memoria de un elefante.

James no tardó en abrirle. Ella se tomó la total libertad para pasar y dejar el bolso donde primero pillara. Al fin y al cabo, no llevaba ya dinero, así que servia de muy poco. Ni siquiera de arma arrojadiza.

— Veo que sí recordabas dónde vivo —musitó James a sus espaldas, cerrando la puerta.

— Agradéceselo a todas las acosadoras con las que te has acostado que aún recuerdan tu dirección. Debo admitir que me han echado una mano —bromeó.

— ¿Quieres algo para beber? —preguntó James alejándose hacia el ala de la pequeña cocina.

Anne hizo una mueca negativa, se encontraba concentrada analizando el piso. La primera vez que lo había pisado no se había percatado ni siquiera de que tuviera un sofá y una televisión de plasma, ni mucho menos que contara con una pecera plagada de peces exóticos. Lo que más le agradó fue la gran estantería que dividía el apartamento en dos, haciendo de pared hacia su habitación, plagada de algún trofeo, algunos marcos de fotos y sobretodo muchísimos libros.

Amor y otras enfermedades.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora