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Lucas cumplió treinta y dos años hace poco e hizo una reunión con muchos amigos en casa. Fue como si volviera a ser un chico montando una fiesta, pero no pude estar ahí, porque estaba en mi cuarto. Él dejó de intentarlo cuando le mostré su regalo. No era nada de otro mundo: una remera azul claro como las que a él le gustaban, sin estampado. Supongo que ahí fue que entendió que me abrumaba la acumulación de gente y que no estaría bien en la reunión. Así que dijo que era hora de dormir y aguardó a que me acostara para apagar la luz y cerrar la puerta. No quería arruinar su fiesta, pero creo que en cierto modo lo hice.
Lucas tiene quince años más que yo. Papá y mamá eran muy jóvenes cuando lo tuvieron a él y yo llegué por error. Dicen que mamá no murió en el parto, sino unos meses después. No la recuerdo. Nunca voy a hacerlo y Lucas piensa que sería perder el tiempo hablar de ella. Piensa que eso podría hacerme mal y que no quiere eso.
Tampoco sé si quiero hablar de mamá. No la conozco. No la conocí. No voy a conocerla. Cuando veo alguna que otra foto perdida que mi hermano deja por ahí sin querer, sólo veo a una mujer alta y esbelta como cualquier otra mujer alta y esbelta. Me hace acordar a una compañera de la Universidad, pero también a la panadera que trabaja cerca de casa y a la mujer que se sentó junto a mí en el tren el primer día que viajé sola y me asusté por estar rodeada de desconocidos. Era una mujer como cualquier otra, aunque yo sabía que era mi mamá y que estaba muerta. Nada se movía en mi interior.
¿Debía llorarla? ¿Qué reacción se supone que debería tener ante su mirada por medio de una fotografía? ¿Sería para ella una desconocida como ella lo es para mí? No. Ella está muerta. Ella no recuerda. Ella no está.
La foto siempre quedaba donde Lucas la había dejado y yo seguía con mi camino, mis cosas, mis libros.
Sí. Las cosas funcionaban bien así.

Fragmentos de vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora