—El amo San Román desea verla—anunció, mientras del baúl al pie de la cama sacaba un vestido rosa palo.

Lo extendió frente a mí, era una preciosidad sencilla, apenas con algunos encajes y un discreto listón en forma de moñito  en el escote. Me di cuenta que, aunque el rosado fuera mi color menos preferido, con aquel vestido bastaba para dejar mis preferencias de colores a segundo término.

—...estoy tan deseosa también. No tienes ni una remota idea de cuánto.

Felicia no emitió ni pío, el gato le habrá comido la lengua tal vez, pero apostaría a que el cambio distante que cruzó por su semblante, significaba que captaba la mordacidad con la que hacía referencia a su patrón.

Cuando terminó de asfixiarme con el corsé, me hizo girar frente al espejo y me instó de una a sentarme en el banquito frente al tocador para cepillarme el cabello.

—Me cuesta reconocerme—dije deteniéndome en el contraste entre mi piel y el color de la prenda—. El vestido es precioso. Gracias— añadí con la intención de romper el hielo, pues si debía  ser sincera preferiría mil veces poder deshacerme del corsé y darle fin a mi martirio. Me lanzó una fugaz mirada por el espejo—.Creí que habías dicho que el señor San Román no era casado. Me preguntaba..., bueno, este vestido...

—Le pertenecía a su madre—respondió a secas, mientras deshacía  un nudo rebelde y  agregó —.Lleva mucho tiempo olvidado en ese baúl, no creo que al amo San Román le importune  lo lleve puesto, sobre todo después de haberla visto en paños menores.

¡Tómala, Carina Vega!

Ante tal acusación, mis mejillas se tornaron  del color del vestido y apreté los ojos rememorando la noche anterior: todo el asuntillo sobre acusarlos, lo de vándalos secuestradores y faranduleros; salir empapada, con un camisón a medio vestir y la bofetada. Dios mío, ¡la bofetada! En el peor de los casos, y en lugar de sentirme avergonzada por arremeter contra mi anfitrión, la mera sensación de su ego trastocado por unos instantes me encendió una chispa de puritita satisfacción. Puse  mi mejor cara de pena e inocencia y junté las manos cual María Magdalena.

—No tengo excusa. Estoy tan avergonzada...

Ella  profirió un arisco  «mmh ». 


—Por este lado por favor

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—Por este lado por favor.

Felicia me guió a través de un extenso pasillo, en el cual cuadros rebosantes de elegancia, donde antepasados reposaban sobre marcos de oro y  bronce. En su mayoría  hombres y mujeres guapas y muy refinadas, jóvenes y otros no tanto. Pero hubo uno especialmente que captó por completo toda  mi atención casi al final del recorrido: se trataba de un caballero con las ropas más antiquísimas y extravagantes que hubiese visto hasta ahora, de pie con un bastón y propicio porte aristocrático mirándome fijamente. Mandíbula firme, ligeramente alzada, orgulloso, virreinal, poseedor de unos ojos azules intensos con cejas pobladas que enmarcaba en su faz un aire intimidatorio.

El anhelo del tiempo © [ SERÁ RE-EDITADA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora