¡No, Susana!

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Susana se subió al auto apresurada y encendió el motor. Estaba aterrada por lo que le había dicho el desconocido. Apretó el acelerador sin importarle que la rueda que se había pinchado estuviera en mal estado. La goma de esta salió disparada del metal y las chispas empezaron a seguir a la pelirroja.

—¡No!—gritó cuando vio al desconocido frente a su auto.

Él detuvo el auto como si fuera una hoja, ni siquiera utilizó las dos manos. La pelirroja llevó sus manos a su pecho mientras intentaba respirar con normalidad. Con sorpresa y miedo siguió al peliblanco mientras este se acercaba lentamente a su puerta.

Como acto reflejo, le puso el seguro a su puerta. Eso no bastó, el hombre arrancó la puerta y la arrojó lejos. Susana salió del auto e intentó alejarse corriendo, vio que cerca había un acantilado, así que fue en dirección contraria. Mal día para usar tacones. Cayó al suelo cuando se torció el pie.

Parecía que estaba en una película de terror. Se arrastró mientras el peliblanco se acercaba lentamente. El parecía la persona más tranquila del mundo. Claro, si estaban solos y nadie podría llegar a detenerlo.

—¿Quién eres? ¿Q-qué q-quieres?—preguntó tratando de alejarse.

Él no respondió.

—Si quieres dinero, tómalo de mi cartera. Hay lo suficiente como para huir lejos. No le voy a decir a nadie tu descripción—dijo desesperada—. Por favor, no me hagas daño.

—No vine a lastimarte, preciosa.

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Esteban se estaba preparando para dormir en la suite de un hotel en Europa. Se quitó toda su ropa y se quedó con su bóxer puesto. Había pedido la mejor habitación del hotel y como siempre, la había conseguido.

Se acercó a su cama y se distrajo al ver la puerta del balcón. Se puso una bata blanca de baño y salió a observar el paisaje. Eran las dos de la mañana y aún no tenía sueño. Lo primero que se le vino a la cabeza al ver que el lugar era muy bonito fue "A Susana le habría encantado".

En Paraguay, donde se encontraba su novia, debía de ser la hora de cenar. Jamás había sentido nada parecido a lo que sentía cuando ella estaba cerca. Quería protegerla, demostrarle que nada ni nadie podría hacerla feliz como él.

Se recostó por el barandal y disfrutó de la suave brisa. Hubiera preferido estar al lado de su pelirroja, en su casa. Haciéndola suya una vez más. Pero se encontraba a kilómetros de distancia, estaba en otro continente. Y lo peor, solo, sin nadie con quien compartir la belleza del paisaje.

Después de unos minutos, entró en su habitación y se acercó a su pantalón. Buscó algo en su bolsillo y lo tomó. Se quitó la bata y se sentó en el borde de la cama. Deseaba con todo su corazón que ella estuviera ahí, de su lado de la cama.

Le encantaba todo lo que poseía. En especial, su sonrisa y el brillo en sus hermosos ojos. Ella siempre se ruborizaba después de un beso intenso. Eso le hacía sentirse feliz, sólo él podía besarla así. Aún después de haberla hecho mujer, su mujer, ella seguía siendo tan inocente que llegaba a enloquecerlo de pasión.

Miró con detenimiento la pequeña cajita aterciopelada negra que tenía entre sus manos. Estaba decidido. Él quería todo con ella. No se imaginaba su vida, su futuro si no estaba a su lado.

—¿Qué me hiciste, Susana?—preguntó mientras abrió la cajita.

Un hermoso anillo con una piedra esmeralda en el centro se puso a la vista. Sonrió de medio lado al imaginar la reacción de la pelirroja. Seguramente, unas lágrimas se deslizarían por su rostro y primero diría la respuesta en un susurro, para después gritarla con alegría.



Conexión CarmesíWhere stories live. Discover now