Piel

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La piel siempre era diferente. La textura, los recovecos, las arrugas... Jamás tuve un cliente cuya piel fuera gemela a otra. Desde las formas geométricas de las estrías de las manos, hasta las redondeces del interior de los muslos; desde el tono y la forma del vello o la agrupación de los lunares, hasta las cicatrices, los tatuajes y las marcas de nacimiento. La piel de todos y cada uno, era un cuadro único. Una obra de arte pálida y rosada, como nieve virgen; o encendida y tostada por el sol; o bien oscura y magnética.

Nunca tuve prisa con ninguno de ellos. Nunca les apuré mientras se quitaban la ropa y se tendían. Nunca tuve un reloj en la habitación. Una vez estaban listos, me acercaba a ellos despacio, calentando las palmas de mis manos, las ponía con suavidad sobre sus cuerpos y las movía lentamente. Y casi al tiempo que empezaba el masaje, también cerraba los ojos.

Presionaba con las yemas de mis dedos la piel y los músculos de mis pacientes y algunos se quejaban, otros suspiraban, y ocurría que siempre mi propia piel conectaba. La sensibilidad de mis huellas transmitía pequeñas chispas de electricidad que me enseñaban e iluminaban el recorrido, mucho mejor que mis propios ojos. Encontraba así los hombros, el pecho, las costillas, el vientre, la línea alba... Y dejaba en cada parte un toque que era un círculo, un par de ondas, una ligera presión que se acrecentaba...

«Me haces sentir tan bien», me decían algunos, los que hablaban. Otros, solo emitían sonidos guturales, respiraciones fuertes o alguna tímida queja. Y luego estaban los que preferían el silencio.

Al principio, él era uno de ellos.

El primer día entró sin hacer ruido. Era mediados de otoño, muy temprano, y hacía demasiado calor. Yo estaba embelesada, mirando por la ventana abierta la quietud de la calle. No me había vestido para recibir a nadie, porque no esperaba a nadie. Acababa de salir de la ducha y solo llevaba un ligero vestido blanco de algodón. La brisa que entraba era débil y olía a polvo, pero suficiente para secarme el pelo y enroscar las cortinas en mi cintura. No me di cuenta de que él estaba en el cuarto hasta que carraspeó.

Me giré de golpe, intentando con éxito no caer por la ventana. Aunque no tuve tanta suerte inmediatamente después, cuando me ahogué en sus profundos ojos oscuros.

—Perdona, ¿recibes pacientes hoy?
—Sí, claro.
—Bien.

Tenía la piel morena y era alto, aunque no mucho. Llevaba gafas de pasta negra y el pelo muy corto, a máquina. Cuando empezó a desabotonarse la camisa vi además que tenía unas manos grandes y bonitas, dedos de cirujano o de pianista; aunque por el estado de sus botas pensé que quizás fuera un agricultor o un mecánico.

—Puedes dejar la ropa en aquella silla —dije.

Él sonrió un poco, dobló la camisa y la dejó allí con cuidado. Después, con la misma meticulosidad, se deshizo de sus botas, el pantalón y sus gafas. Había cansancio en sus movimientos, pero no hasta el punto de parecer perezosos, tristes o abandonados. Eran enérgicos y serenos. Elegantes. Hipnóticos.

—¿Qué necesitas? —dije con la garganta seca y el corazón intentando escapar por la boca.
—No lo sé.

Giró el cuello, cerró los ojos y se tocó las cervicales con un gesto de dolor. Le vi entonces algunos moretones en las costillas y parte de un enorme tatuaje que le cubría toda la espalda.

—Ven, túmbate aquí.

Le llevé hasta la camilla y le pedí que se echara bocabajo. Seguí el ritual cotidiano: encendí un palito de incienso de azahar, le puse una toalla sobre los glúteos y las piernas, y calenté unas gotas de aceite de romero entre mis manos. Después cerré los ojos y toqué por primera vez la piel entintada de su espalda.

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