Cierro la puerta intentando hacer el menor ruido posible. De fondo oigo unos pasos acelerados que se van acercando. Después dan la vuelta y tras llamar a "quién quiera que esté ahí" vuelve a subir las escaleras.

Lo he despistado.

Intento calmar la respiración mientras inspecciono la sala. A simple vista todo está en orden.

La recorro. El material está todo en su sitio, las sillas bien colocadas y las persianas están a medio bajar, igual que siempre. Me acerco a la mesa de Robert. Allí, unas llaves descansan sobre una carpeta azul. Frunzo el ceño, esas son las llaves del aula. Es verdad que Robert siempre la deja abierta, pero no es tan tonto como para dejar las llaves dentro y si se atasca la puerta no poder entrar. Las cojo. Aparte de la llave de la puerta, está la del armario de cámaras, la del sótano donde guardan todo el material para celebraciones —el trastero de dónde sacamos lo necesario para la fiesta de Halloween— y un par más que no sé para qué son.

Cojo la del armario, y me aproximo a él. La introduzco y abro la puerta. Todas las cámaras están en su sitio, todas menos una. La cual siempre uso ya que estoy más acostumbrada a ella y me es más fácil de manejar. Estas cámaras sólo se usan para el taller de fotografía, y el internado nos las deja prestadas. Cada alumno del taller escoge una a principios de septiembre, y con ésa se queda hasta final de curso.

Recuerdo que me había peleado con la chica de pelo blanco. Creo que se llamaba Melisa. La cuestión es que ella quería la misma que yo, y se cabreó porque según ella no puedo llegar nueva y robarle las cosas a los demás. Por una parte lo entiendo, pero es que yo tengo más experiencia que ella y seguro que se cargaría la cámara al primer día. Y no son baratas. Además, me juego la cámara a que Melisa sólo entró en el taller de fotografía para poder acceder al periódico y editar los hechos a su gusto.

En fin.

Apoyo el móvil de Nick en la mesa. Cojo mi cámara, me pongo la correa que tiene para que no se me caiga y la enciendo. Busco la galería, pero antes de que vea la primera foto el móvil vibra. Y no fue el mío exactamente.

Dejo que la cámara cuelgue de mi cuello y tomo el móvil. Contraseña de cuatro dígitos. Pruebo varios números sencillos y finalmente decido poner «2325», los números escritos a rotulador negro en la taquilla de Lisa.

Creo que la hacker interior que llevo dentro ha salido a flote, porque el móvil se desbloquea, permitiéndome acceder a su información.

No me gusta cotillear en el móvil de otras personas ya que no me gustaría que me hiciesem eso a mí, pero esto es una excepción. Es demasiado tentador como para negarse.

Lo primero que hago es revisar la barra de notificaciones. La última que le ha llegado —por la cual le vibró el móvil — es de un mensaje en Whatsapp.

Y es tan sencillo como un solo punto. Sin poder evitarlo entro en la conversación y leo los dos últimos mensajes.

»Eh
Escúchame
No me dejes en leído cabrona
Que me respondas
Plis
Tampoco es como si te estuviera acosando o petandote con mensajes.
Sólo es mucho tiempo libre

Un sudor frío seguido de un escalofrío me dominan en estos instantes. Ni de coña.

»Vas a seguir ignorándome?

.

Y ya está. El resto de la conversación ha sido borrada. Con un ligero temblor cojo mi móvil y lo saco.

Ahora tengo señal de Wi-Fi, porque el aula de informática está en frente de la de fotografía, y aunque esa conexión a Internet sólo la pueden usar los ordenadores de dicha aula, Ale y yo nos habíamos encargado a principio de curso de romper esa regla. El punto lo había enviado yo por la mañana, pero apenas me quedaban datos porque me los había fundido en el viaje de vuelta de Madrid al internado. El mensaje no se debió de enviar, y no me di cuenta. Y ahora, al captar la mínima señal, se ha enviado.

No me tientes, Álvarez.Where stories live. Discover now