Capítulo V

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Galatea se rindió, incapaz de seguir soportando aquella dulce tortura. Lloraba de emoción contenida, con la respiración agitada y el corazón palpitando bruscamente en su pecho. En los últimos años su pulso solo se aceleraba cuando mordía y bebía, cuando la sangre entraba en contacto con su lengua y el calor abrasador le bajaba por la garganta. Pero esto, esto que Percival le había dado, era intenso; tan intenso que no podía ser cierto y tan abrumador que daba miedo.

Durante las últimas horas, que habían sido muchas, Galatea había sufrido de placer. Él no le había informado del tiempo que llevaba cautiva, del tiempo que había transcurrido desde que había sido apresada y azotada, hasta el instante en el cual decidió que no podía resisitirlo más. Suplicó entre gritos.

- Por favor... - sollozó.

- ¿Por favor qué, mi amor? - insistió Percival, desnudo sobre su cuerpo, metido entre sus piernas, hundido en lo más hondo de su ser.

- Li-béra-me... - farfulló cada sílaba con un nudo en la garganta.

- Lo haré, preciosa cautiva, lo haré... haré todo eso y más. Eres tan perfecta... - el hombre volvió a cubrirle la boca de besos, tragándose sus gemidos. Galatea estaba cegada por el placer, solo sentía eso, nada más que eso; una corriente que crecía y crecía, una interminable escalera que no tenía fin.

- Haré lo que me pides... lo haré. Te lo suplico, libérame... lo... necesito... necesito... - jadeó ahogándose con su propia respiración, exhalando entre los labios de Percival.


- Sí, sé que lo necesitas... nada me gustaría más que sentirte latiendo contra mí, oh sí - alabó el hombre, deslizando los labios por su cuello, por su pecho. Mordió suavemente una de sus cimas y Galatea chilló como si la estuvieran matando. En cierto modo, ella sentía que se moría. Que después de esto ya no habría nada más. Que aquí terminaba todo. - Pero todavía no puedo dejarte... no puedo - sentenció respirando contra su pecho sensible y dolorido. Galatea sabía que no la liberaría tan facilmente y eso hizo brotar nuevas lágrimas de sus ojos. Estaba muerta de miedo, cuanto más subía y su placer crecía, la caída sería tan grande que se mataría.

Percival suavizó sus acometidas, una mortificada Galatea jadeó de frustración. Durante horas, su verdugo le había negado alivio, la había elevado a las cumbres del placer para después arrancarselo de las manos sin darle un momento de respiro. ¿Cómo podía hacer eso? Su cuerpo temblaba incapaz de soportar más el tormento, cerró los muslos alrededor de las caderas de Percival y se apretó en torno a su palpitante y ardiente miembro para encontrar fin a tal locura. Él le mordió un pezón hasta hacerla gritar y la agarró por detrás de las rodillas, separándole las piernas, imponiendo un ritmo profundo y lento.

- Basta... - lloró Galatea. De pronto, él se detuvo profundamente hundido en sus entrañas, sin moverse. Ella gimió invadida por el terror, retorciéndose para conseguir unas caricias más profundas y así poner fin a la espiral de placer. Él la agarró por las caderas, inmovilizándola.

- No, Galatea, has dicho basta y yo me he detenido. ¿Es esto lo que querías, no? - azuzó él. Una corriente de deseo la atravesó en dos, su voz le zumbó en los oídos y el calor de entre sus muslos creció un grado más. Sintió que la humedad resbalaba por sus pliegues, provocando un angustioso cosquilleo en las zonas más sensibles. Una vez más, intentó liberarse las muñecas atadas a su espalda, bajo su cuerpo. Fue inútil.

Percival se arrodilló sin dejar de apretarse a su sexo. El movimiento provocó un roce que hizo gemir a Galatea, cuya mente estaba nublada por un aplastante gozo que le impedía pensar con claridad. Abrió los ojos, cegados por el placer, para contemplar el magnífico cuerpo de su verdugo erguido frente a ella y clavado entre sus piernas. Su pecho repleto de músculos y cicatrices se henchía de orgullo, sus hombros tensos se marcaban contra sus huesos, su rostro duro se mantenía firme en sus convicciones y sus ojos oscuros la penetraban con más intensidad incluso que su duro miembro. Ese miembro tan delicioso que se apretaba a su sexo como si hubiese sido esculpido para encajarse en todos los rincones de su ser.

- No... no quiero que pares... - suplicó. A modo de castigo, Percival dio un topetazo hundiéndose más todavía, pero sin volver a moverse y Galatea se dobló con un gemido de angustia. Nada, sin alivio. Él acarició sus muslos, pasando las manos por debajo de ellos hasta aferrarse a sus nalgas.

- Entonces, ¿qué quieres? - preguntó con la voz ronca. Galatea sintió un vuelco en el estómago, una deflagración que estalló entre sus piernas y su sexo empezó a latir. Percival alargó la mano y pellizcó dolorosamente una de sus cimas. - ¿He dicho que puedes correrte? - advirtió. Galatea lloró, llevaba horas sin poder tener un orgasmo, no podía más. - ¿Lo he dicho?

- No... - se mordió los labios y apretó los dedos de los pies tratando de contenerse. Sorprendentemente, lo consiguió.

La Bella DurmienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora