Capítulo III

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La cautiva apoyó la frente en la piedra. Aquel gesto indicaba que estaba dispuesta a seguir recibiendo azotes sin importarle la mano que empuñase la vara. Percival se pasó la mano por el pelo y sin previo aviso, descargó un varazo en la parte alta de sus muslos, justo dónde terminaba la curva de las nalgas. El aullido que ella no pudo reprimir fue música para los oídos de Percival, que no pudo ocultar una sonrisa de satisfacción.

El Príncipe había estado azotándole la espalda y los riñones, una zona resistente; la carne blanda de sus piernas era otra historia, sobre todo porque un golpe bien dado podía llegar a alcanzar su sexo. Ése era el objetivo de Percival.

- Te perdono por esta vez, querida doncella; te dije que no hablaras hasta que yo te lo dijera - dijo Percival empleando un tono frío y autoritario. Ese tipo de tono que sólo empleaba cuando él era dueño y no sirviente. Volvió a golpearle en la misma zona y ella, en lugar de reprimirse, volvió a gritar; de haber sido alguien más irracional, Percival la habría desatado y la habría tumbado entre las rocas para saciar su sed y su hambre. Pero ahora tenía que dominarla y para eso tenía que dominarse primero. Ser paciente. Ser implacable.

Se acercó a la cautiva en dos pasos rápidos y con la mano abierta le atizó un golpe entre las nalgas, bien abajo, rozando con la punta de sus dedos aquel sexo que tantas ganas tenía de volver a probar. Ella gimió más agudo y se mordió los labios. El hormigueo se estaba extendiendo ahora por las zonas más sensibles de su cuerpo y pronto daría resultados. Percival estaba seguro de ello y por eso volvió a azotarla del mismo modo.

Todavía no podía olvidar lo que la cautiva había provocado en él. El femenino cuerpo desnudo apretado al cuerpo de su Señor y él incapaz de hacer nada por detener las manos del Príncipe cuando acariciaron sus caderas y su cintura. La desconocida besó apasionadamente al Príncipe y Percival solo sentía envidia y furia por no poder morder también esos labios húmedos y rojos. No podía permitir que solo su Señor disfrutase. Aquella mujer de largos cabellos oscuros y piel húmeda tenía que ser suya.

Alargó la mano para apartarla del Príncipe y entonces ella abrió los ojos. Mientras besaba al Príncipe, miró al sirviente de forma intensa a través de sus frondosas pestañas oscuras. El joven heredero se perdió en la boca de la mujer y luego lamió el agua de sus mejillas. Apartando los cabellos húmedos, saboreó su cuello y sus hombros antes de cubrir con los labios uno de aquellos deliciosos picos erizados por el frío. La desconocida dejó escapar un suspiro, sin dejar de mirar a Percival con deseo. El escudero fue incapaz de rechazar aquella mirada y mientras su Señor se deleitaba con los pechos de la desconocida, Percival la agarró violentamente de los cabellos y fundió sus labios a los de ella en un beso desesperado. Se tragó sus gemidos y le robó el aliento; saboreó sus dulces jadeos y acarició su lengua y Percival supo en ese instante que la amaba y que, de los dos, la desconocida le prefería a él.

El Príncipe reclamó la boca de la mujer y Percival tuvo que esperar su turno para volver a morderle los labios. Se sentía desesperado por hacerlo. Ella le miró de nuevo, con los ojos empañados de placer mientras el Príncipe la besaba. Percival acarició sus pechos buscando otra cosa que hacer antes de poder besarla otra vez. Quería poseer a esa desconocida, si el Príncipe había sido el primero en besarla, él quería ser el primero en probar su miel. Con algo de brusquedad, metió los dedos entre sus muslos para tocar la mezcla de agua y savia de su sexo. Ella sufrió un estremecimiento de impresión y se apartó del Príncipe para lanzarse a los brazos de Percival, al que besó desenfrenadamente, desesperadamente. El soberano se interpuso entre ellos y exigió el control de sus labios; ella le entregó su boca, pero cuando se cansó del Príncipe, ofreció sus besos a Percival. Las manos de los dos hombres la tocaron sin medida, se metieron entre sus piernas y tocaron y estimularon y penetraron. Ella les alentaba. El Príncipe se lanzó con ella al suelo y rodaron entre el barro; la desconocida tomó el control subiéndose sobre él y movió las caderas, frotando sus muslos a las ropas mojadas del Príncipe. Percival se arrodilló junto a ellos y cerró los puños entre los cabellos de la mujer, atrayéndola hacia él, cubriendole la boca con los labios mientras el soberano retiraba con torpeza sus ropajes. Ella se movía encima del Príncipe y gemía entre los labios de Percival, al cual intentaba morderle con más fiereza la boca. El sirviente saboreó los hombros, el cuello, la nuca, aturdido por su deseo por ella. El Príncipe liberó por fin su espada y la hundió entre las piernas de la desconocida. El grito que surgió de su garganta provocó un escalofrío de terror en Percival, que durante un segundo vaciló si continuar con lo que estaba haciendo o detenerse. Ella se convulsionó sobre el Príncipe y se aferró a la capa de Percival, deseosa de seguir abrazándole mientras el noble la envolvía en duro placer carnal, empujando hacia arriba contra ella. La desconocida gemía de placer, sí, pero sus lamentos estaban impregnados de algo inquietante. Percival no pudo controlarse y agarrándola de la nuca, la tumbó sobre el Príncipe y se puso tras ella, dispuesto a disfrutar de su estrecho interior. Fue un error imperdonable.

La Bella DurmienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora