Capítulo X

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Galatea se sentía terriblemente arrepentida. No sabía de qué modo hacer comprender a Percival que no había sido culpa suya sentirse atraída por el Príncipe, estaba tan dolida por lo que había hecho que el corazón se le encogía dentro del pecho. Y Naga estaba malherida, muy malherida, dolida y triste porque Percival había apuñalado su cola y en consecuencia sus muslos regordetes, esos de los que ella siempre había estado tan orgullosa. Galatea se limpió las lágrimas con el dorso de la mano, cien años de esclavitud no habían endurecido su corazón, seguía siendo una mujer con sentimientos y su razón no había sucumbido a la locura. Todo sería más fácil si le hubieran lavado el cerebro o la hubieran matado en lugar de haberla convertido en una de las Siete Doncellas Guardianas. Su cordura seguía intacta después de todos estos años salvo las veces que su voluntad flaqueaba y su deseo se inflamaba. En esos momentos se dejaba llevar y disfrutaba del momento, aunque luego le doliera reconocer que lo que había hecho no estaba bien. Deseaba tantísimo amar y ser amada, correr libre, dejarse llevar por emociones felices, tener orgasmos con Percival, saborear su miembro sin que él temiera ser mordido, adorar su cuerpo musculoso, ser atada y tocada por él de una manera indecorosa y excitante. Pero su ama, la Princesa, había hecho enfadar a alguien poderoso y las consecuencias estaban pagándolas todos los demás. Ella dormía plácidamente en su lecho en la torre del castillo mientras que su séquito personal de doncellas detenía la oleada de pretendientes que la buscaban utilizando todos los medios a su alcance. Galatea había perdido la cuenta de los hombres a los que había seducido y asesinado, pero siempre había alguno que conseguía burlarla dentro del Bosque del Espino. Eso la aliviaba, otra se encargaría de él, una muerte menos en sus manos.

Pero ahora se encontraba de nuevo en la ciudad, muy cerca del castillo que había sido su hogar. Habían transcurrido años desde la última vez que estuvo dentro de sus muros y un rayo de esperanza palpitaba entre sus viejos y doloridos huesos. ¿Y si lograban romper la maldición? ¿Y si la liberaban de su maldición? Sin embargo sucumbía al desaliento con facilidad pues, ¿qué sucedería si Percival o el Príncipe fracasaban en su empresa? ¿Soportaría Galatea la pérdida de Percival? ¿Podría soportar otros cien años de esclavitud hasta que un nuevo Percival apareciera? Y en caso de que no fallasen, en caso de que su misión tuviese éxito, ¿qué sería de ella? ¿Qué le sucedería a ella, se convertiría en una vieja de cien años o seguiría siendo joven? ¿Viviría o moriría?  Hacerse estas preguntas le daba náuseas, un terror tan absoluto que le provocaba convulsiones en el estómago; tenía tanto miedo a que la misión de Percival fracasara como a que tuviera éxito.

Guardó las cuerdas en el petate y se lo puso sobre los hombros. Percival había decidido trasladar el pequeño campamento a la casa donde habían encontrado a Naga, estaba mejor acondicionada que esta caseta de guardia. Ni la mujer ni el Príncipe podían hacer esfuerzos por lo que le había tocado a Galatea ir a por todos los pertrechos una vez el ponzoñoso veneno dejó de surtir efecto en su mente. Había fornicado con el Príncipe. Todavía no podía creérselo, se detestaban mutuamente y aun así habían fornicado como si no pudieran mantener las manos alejadas del cuerpo del otro, como si sus sexos tuvieran que estar en contacto para poder vivir. La expresión de Percival cuando le miró arrepentida fue totalmente inexpresiva, ni una muestra de desdén o enfado; una indiferencia que le causó más dolor que cualquier grito que le hubiera dirigido. Solo habló con ella una vez, para decirle que fuera a buscar la mochila con todas sus cosas y las trajera a la casa.

Arrastrando los pies, regresó a dónde su amado la esperaba en silencio. El Príncipe ocupaba un cómodo colchón de paja, dormía profundamente y Percival había limpiado las incisiones causadas por los colmillos de Naga. Había perdido mucha sangre, estaba pálido y se sacudía inquieto de cuando en cuando; lo único que podían hacer por él era dejarle reposar. Naga sufría convulsiones sobre otro jergón y gemía de forma lastimera cuando se le tensaba algún músculo y le tiraba de los cortes. Tenía los muslos vendados desde los tobillos hasta las caderas, su piel estaba blanca como la leche y su rostro demacrado por el terror. Necesitaba sangre masculina para sanar sus heridas, pero Percival no quería ser el recipiente de nadie así que había utilizado la sangre de un hombre que encontró dormido en el piso de arriba y había administrado pequeñas dosis a Naga.  

La Bella Durmienteحيث تعيش القصص. اكتشف الآن