Prólogo.

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Año 3 d.C

La lluvia caía sin cesar en la gran explanada mientras el sol terminaba de esconderse. Los individuos que abarrotaban el páramo desierto ignoraban por completo la condición atmosférica, ya que ésta no les afectaba en absoluto.

Cada vez llegaban más y más, haciendo que los ya presentes se tuvieran que juntar unos con otros para que todos cupieran en la explanada. Sin embargo, eran muchos, demasiados.

Se colocaban en dos bandos, unos en frente de otros, lanzando miradas amenazadoras al grupo enemigo. Se habían ataviado con ropajes que no necesitaban llevar, pero a los que ya se habían acostumbrado. Todos portaban uniformes militares robados, con varias armas colgando del cinturón. La mayoría empuñaban largas y afiladas espadas, pero otros asían cuchillos arrojadizos, arcos y flechas y algunas mazas.

Un murmullo se apoderaba del panorama mientras un joven de unos diecisiete años con una especial habilidad para la espada, observaba el paisaje con ojo crítico.

No tenía claro si iban a vencer, pero desde luego que lucharían, por su libertad.

Bajó con gran gracilidad la colina donde se encontraba, hasta colocarse al frente de su grupo, más fuerte y rápido pero con menor número de componentes.

Desenvainó su espada, que destelló bajo la luz de la luna, mientras el agua mojaba su pelo.

“Es muy poderoso” se escuchaba por el llano.

La levantó, mientras un rayo surcaba el cielo y dejaba ver su cabello castaño cayendo sobre unos ojos extrañamente ambarinos.

El murmullo cesó, mientras ambos bandos observaban con admiración el filo de la espada del muchacho. Ni siquiera Gabriel, liderando el grupo enemigo, dijo nada mientras la espada de su contrincante apuntaba al cielo.

Cuando la bajó, miró a Gabriel y sonrió mostrando todos sus dientes. Éste sintió un escalofrío, y supo al instante que no era por el frío. El frío ya no le afectaba lo más mínimo.

Gabriel apretó la mandíbula mientras se preguntaba cómo iba a vencer a un joven tan vigoroso. Ni siquiera él había alcanzado tanta fuerza.

No obstante, apartó esos pensamientos de su mente mientras encaraba al chico. Éste dio dos pasos al frente, interponiendo entre ambos su espada, que a tantos de los suyos había convertido.

Gabriel desenvainó también la suya y miró al joven con la cabeza ladeada.

–Dime una cosa, chico –dijo–. Dime cómo te llamas.

–¿Importa eso? Lo sabrás cuando te conviertas bajo mi espada.

–Eso está por ver. Pero dime tu nombre, al menos.

–Te lo diré con una condición –respondió el muchacho, esbozando una sonrisa torcida.

–¿Estás de broma? ¿Crees que me importa tanto tu nombre?

–Lo suficiente como para estar desprotegido a una distancia muy poco prudencial de mí. Además, sé que tienes curiosidad por saber quién ha causado tanto terror entre los de tu gente –contestó–. Pero te gustará mi condición.

–Adelante –masculló Gabriel.

–Quiero que nos batamos en duelo tú y yo. Estoy falto de alguien bueno con quien luchar. Los demás podrán batallar mientras tanto, pero ni los míos ni los tuyos nos molestarán. Si cualquiera de los dos se alza con la victoria, la guerra parará y los dos bandos se irán a casa tal y como hayan quedado durante nuestro combate.

Gabriel hizo ademán de pensárselo, solo porque no quería admitir que aquel chico estaba siendo muy generoso. Sin embargo, debía sopesar sus opciones. Si el muchacho no lo engañaba o le ocultaba algo, ganaría mucho, pero si escondía algo entre sus filas…

Al otro lado de la ventana.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora