Capítulo 7: La playa. (2/2)

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Mientras miraba a Diego, me quité una pulsera de la mano, era una hecha con hilos elásticos que había comprado hace poco y me gustaba, pero sentí la necesidad de dársela. Me incorporé apoyándome del hombro de Walter, me acerqué al asiento de Diego y en silencio toqué su hombro. Cuando volteó a mirarme se la ofrecí.

Él me miró, y luego a lo que le estaba dando. Con señas le dije que era para que no le golpeara el cabello en el rostro a causa del viento, y él sonrió al comprender. De inmediato hizo lo que le indiqué, y luego se volvió a vernos.

—¿Qué tal? —preguntó él, yo sólo asentí, Lorena rió al igual que Ángela al verlo con el cabello de esa manera, pues las tres teníamos peinados similares, nos habíamos preparado para el viaje con coletas de caballo.

—Te ves guapo—comentó Ángela, divertida —pero no eres mi tipo.

—Tú te lo pierdes —se rió Diego, y luego regresó la mirada al frente, pero volvió a mirarme un momento después, me sonrió, y yo hice lo mismo, sólo que cambié de expresión al notar que Alex nos observaba por el espejo retrovisor, nos miraba de una forma que me dio miedo, era una mezcla de enojo y algo más, algo que no comprendía. Diego se percató de esto, medio sonrió, me guiñó un ojo, y regresó al frente, ahora a platicar con su hermano. Se enfrascaron en una conversación sobre el estado de la casa a la que íbamos, y por lo que pude entender, no habían estado ahí en mucho tiempo, y lo que era peor, estaríamos sin permiso, pues sus padres no sabían nada de nuestra visita a su casa de descanso.

El resto de las horas de carretera se pasaron volando, no sabía si se debía a la buena compañía que tenía o a que Alejandro era aficionado a pisar el acelerador. En un par de ocasiones Diego le pidió que bajara la velocidad, y para mi sorpresa este le hizo caso. Llegamos a casi a las doce de la tarde al pequeño pueblo al que nos dirigíamos, podía ver la inmensidad azul desde mi ventana, lo que hizo que mi corazón se acelerara, era como estar de vuelta en casa. A las doce y media llegamos a una casa muy cerca de la playa, era una pequeña de dos aguas, de color blanco, con un balcón en el segundo piso que daba vista al mar, era simple, pero elegante, tenía garaje y un pequeño patio al frente, todo lo demás era el mar y arena.

Los muchachos se bajaron del carro apenas este se detuvo frente a la casa, tomaron sus mochilas y soltaron gritos de júbilo, mientras observaban el lugar.

—¡Ay, Alex!—gritó Ángela, que parecía extasiada con lo que veía—¡hace muchísimo tiempo que no venimos!

—¿Te gusta? —le preguntó Alex, con cierto toque de melancolía en la voz, el tono era más suave de lo habitual. —A mí también me gustaba mucho.

Había dicho eso con la mirada clavada en la casa, con las manos colgando a sus costados, con una mochila en el hombro, y las gafas de sol cubriéndole los ojos, de esa forma no me permitía verle la expresión, pero su ceño estaba fruncido, como casi siempre, así que podía apostar a que estaba triste. Me había dado cuenta de aquello, él ocultaba cierta tristeza detrás de aquellos ceños fruncidos.

—A mí me sigue gustando —comentó Diego, al tiempo que se adelantaba en la entrada. De la bolsa de su pantalón sacó un pequeño llavero e introdujo una llave en la cerradura, abriendo la puerta después. Permitió que todos pasaran primero, él se quedó hasta el final junto a mí. Lorena corrió al interior antes que nadie, tan sorprendida como yo, Walter ingresó después, Alex y Ángela entraron juntos. Yo me quedé en la entrada, mirando todo.

Era una casa pequeña, toda de blanco, con grandes ventanales en los costados, había escaleras a mano izquierda, era algo adorable, diseñada sólo para pasar las vacaciones de verano. Del techo colgaba un candelabro, lleno de infinidad de pequeños cristales que resplandecían con los rayos del sol que se colaban por los ventanales, proyectando su luz por toda la casa.

Sueños de tinta y papelWhere stories live. Discover now