Capítulo 7

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*¡Importante, leer la nota del final!*

Era miércoles y había hecho una cita con la doctora Monette. Necesitaba hablar con alguien. Me sentía... Solo. Y aunque sonara patético, necesitaba a mi madre en casa.

Era el segundo día. Y hasta ahora no había hecho nada. Y no pensaba hacerlo. Tendría que asumir las consecuencias.

Tomé mi chaqueta y salí. Metí mis manos en el bolsillo y caminé con cautela por las pobladas calles. Al llegar al consultorio, me sorprendí al ver a la misma chica sentada en la sala de espera con el rostro inexpresivo, pero estaba tranquila, con las piernas cruzadas. Un gran camisón blanco cubría su cuerpo. Su cabello ahora estaba limpio y también su rostro. Ahora lo veía bien. Sus ojos eran de un color miel. Sus labios eran carnosos; sus cejas, pobladas. Era bonita.

Al verme, abrió mucho sus ojos y comenzó a gritar. Se cubrió las orejas con las manos y empezó a llorar.

—¡Te amo! —Gritaba—. No me dejes.

Se levantó y en menos de dos segundos ya estaba frente a mi.

De inmediato dos enfermeras se acercaron y la alejaron de mi, diciéndole que todo estaba bien y que Dylan regresaría. Que yo no era él.

Me pareció cruel que la ilusionaran diciéndole mentiras. No estaba bien.

Me acerqué a ella y le toqué el hombro. Tal vez me arrepentiría.

Me miró algo extraño. Tenía un brillo de emoción en los ojos, pero también confusión.

—Volví por ti —Le dije, al instante su mirada se iluminó—. Te quiero...

Se soltó de las enfermeras y me abrazó, llorando. Ellas me fulminaban con la mirada pero luego cambiaron su expresión por una de preocupación.

Sí, yo también estaba sorprendido. No sabía por qué había hecho eso.

Se despegó de mi con los ojos muy hinchados y las mejillas rojas, aún con lágrimas.

—Gracias —dijo—. Por no dejarme, quiero decir.

Me sentí obligado a volverla a abrazar. No podía dejarla así.

Se sentó en el mismo lugar de antes, más tranquila y palmeó el lugar a su lado. Sonrió.

—Uh —dije—. Pero... No puedo. Tengo una cita con la doctora...

—Oh —exclamó—. Lo entiendo. Te esperaré aquí mismo.

Le dediqué una débil sonrisa y caminé con paso rápido a la puerta.

Giré el picaporte y entré. La doctora me esperaba sentada en el mismo sillón en el que se sentaba siempre. Ese día llevaba una chaqueta de punto color crema y unos pantalones a juego. Estaba impecable, igual que siempre.

Hizo un ademán con las manos para que me sentara y preguntó:

—¿Por qué has hecho eso?

—¿Hacer qué? —pregunté—. Oh, ya sé a qué se refiere.

Me miré las manos entrelazadas.

—No podía dejar que la ilusionaran con mentiras. ¡Me pareció cruel! —Admití.

—Pero, Aiden. Esto implica algo más que decir simples palabras. Ella no se querrá ir de tu lado. Por más que le insistamos. Ella ya ha perdido a su novio. Y cree que eres tú. No te dejará ir.

—Yo, encontraré la manera de que me deje. O si no hay más remedio, la llevaré a mi casa.

—¡Lo dices como si fuera tan fácil! —me riñó—. ¡Su madre no lo permitirá! Además, ¿qué dirá tu madre? Aiden, no puedes hacerlo.

No Grites ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora