34. Una más

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La figura grácil del boticario a contraluz mientras ascendía por las escaleras era una estampa que aterró a Ro desde lo más hondo, pero aceleró el paso. Ella no era de las que se amilanaban y mucho menos de las que bajaba la cabeza. Sobre todo en ese escenario, el que de alguna manera u otra, iba a ser su último encuentro.

—Siempre tan digna —comentó suavemente Éran ante aquel pensamiento.

Y no tuvo que decirlo dos veces.

Una persona ordinaria sólo habría visto a dos individuos parados uno en frente del otro, mirándose con intensidad. Y es que éste era un universo vetado para alguien normal. No hubiera podido ver la mansión blanquecina que se elevaba entre las brumas y cuya estructura se conectaba de una manera impensada e inaudita con una construcción que parecía totalmente ajena a ella. Como si una pretendiera invadir la otra.

Era la primera y la última vez que Ro penetraba en el universo interno de Éran. E incluso ella, que había invadido la mente de incontables personas, jamás había presenciado algo como eso. Aquel espacio no le pertenecía a un humano. No era una habitación, una residencia, ni un escondite. Era una ciudad entera que se extendía hasta donde ella alcanzaba ver el horizonte, la silueta de edificios tan altos que parecía imposible, calles resplandecientes y enrevesadas que se reflejaban entre sí. Un laberinto hecho de espejos.

Sólo contemplar aquella construcción imponente y colosal hizo que ella se estremeciera. ¿Cómo era posible que alguien pudiera enfrentarse a eso? Era absurdo, una tarea de dementes. Imposible.

—En verdad, lo es —certificó Éran.

En aquel lugar invisible para el resto del mundo, sólo estaban ella y el boticario. Cada uno encabezando su fortaleza.

—¿Y qué harás si intento comprobar que no es así? —contestó ella en un desafiante susurro.

—No, mi pequeña —replicó él con calma, pero con una circunspecta severidad—. No debes hacerlo. No respondo del daño que puedo hacerte, y lo último que quiero hacer es dañarte.

—¿Por qué tal consideración, Éran? —cuestionó ella con una amarga sonrisa irónica—. Has dañado a todo aquel que se ha cruzado contigo, ¿por qué no me destruyes también?

Él le sonrió y la observó brevemente antes de responder.

—No podrías comprenderlo, Ro. Lo importante que eres para mí. —Entonces caminó hacia ella. —El tiempo que he esperado por ti, lo mucho que deseo que me cedas tu voluntad. Es algo tan simple. Si lo haces, todo terminará.

Estaban ahora a un paso de distancia. En las inmediaciones de la mente, los ojos de Éran se percibían incluso más brillantes y fabulosos, como si encerraran una constelación en ellos.

—Todo terminará, Ro —continuó él, su voz sedosa e íntima—. Y no tendrás que despedirte de nadie más.

Ro endureció su semblante y lo miró con gravedad.

—No te atrevas —le advirtió en un murmullo—. Vine aquí por mi cuenta. Esto es entre tú y yo. Déjalo fuera.

Había un hilo de súplica en esa reclamación, ella no lo había podido evitar. Siempre había desplegado un talante indómito, acostumbrada a encarar y a imponer. Pero aquí apenas podía mantener la entereza.

Había venido preparada para que él la extorsionara de esa manera, pero una vez allí, una desesperación acuciante hizo que sus manos temblaran ante la amenaza. Esta vez sería Levan, lo sabía. Y como la vez anterior, había intentado suplicar. Pero ahora las circunstancias eran distintas.

¿Qué era lo opuesto a él? Lo opuesto a alguien que sólo sabe generar caos adonde quiera que fuera, la anarquía destructora, dolor e injusticia. ¿No sería acaso la claridad, el orden, la coherencia? ¿La verdad? ¿Cómo podía ella atacarlo con esos conceptos? Él le había hecho daño, pero, a pesar de eso, ella no lo resentía propiamente, ya no más. Quería probidad, quería detenerlo. ¿No era eso una muestra de claridad, justicia y orden? Si ella lo atacaba...

Si ella lo atacaba ahora...

—Mi pequeña —inició Éran de nuevo, como advirtiendo sus intenciones—, si intentas y fallas, nada me reprimirá de ir tras él. Y no habrá lugar dónde pueda esconderse, esta ciudad es mía. Lo haré padecer con lentitud, no tendrá siquiera la cortesía que tuve con tu anterior amigo. Pero eso será distinto si me das ahora tu voluntad.

Ro se paralizó ante aquella advertencia.

—¿Distinto? —repitió—. No estás diciendo que no lo harás, sólo que será distinto. Ya antes me has engañado así. No te creo. Tú no vas a detenerte, Éran. Y hacer un trato contigo no me ayudará a nada. Prefiero terminar como Vera.

—Has aprendido, Ro —la felicitó con un gesto aprobatorio—. Nunca te he mentido, sólo he sabido usar bien las palabras. Pero debo decirte que tú nunca podrías terminar como esa mujer deplorable. Ella era una de tantas piedras que se pierden en el mar, opacas y sin importancia. Pero tú eres mi piedra preciosa.

Fue entonces que por primera vez él estiró su mano para tocarla. Nunca lo había hecho, ni siquiera cuando la frecuentaba años pasados. Ro se paralizó ante aquel tacto repulsivo, una caricia suave desde su mejilla hasta su mentón.

—Dame tu aquiescencia, Ro —susurró—. No sufrirá tanto, te lo puedo asegurar. Haz que todo esto termine.

Sin embargo, en medio de aquella silenciosa conmoción, Ro no había dejado de notarlo. Una breve conexión chispeó casi como una visión física.

«Una más». Esas fueron las palabras que Vera recitaba como una letanía. «Una más».

—Dices... —balbuceó—...que ella fue una de tantas. ¿Una más?

Éran ladeó ligeramente su rostro en un delicado gesto, como si fuera un niño que no puede comprender una pregunta. Su índice se deslizó con suavidad sobre los labios de ella.

—Así es.

—Y yo soy especial.

—Lo eres.

Él se inclinó, con paciencia, con suavidad. La seguridad de lo inevitable. Ro sintió su aliento sobre sus mejillas.

—Éran... —murmuró—... Tú eres... un coleccionista.

Fue como si un viento sobrenatural recorriera la ciudadela interna del boticario, un temblor ligero, la agitación de una breve sacudida. Él se detuvo en seco.

—Todos estos años lo que has hecho es recopilar personas, eso es lo único que te importa —prosiguió Ro—. Coleccionas gente, algunas te importan más que otras pero para ti todos son objetos. Cuando me narrabas las historias de tus clientes, sólo te vanagloriabas de tus pertenencias. Y también quieres coleccionarme a mí.

Éran se replegó con prudencia y un extraño semblante de reserva.

—Tú eres un coleccionista —repitió Ro con más determinación—. Eres un acaparador. Ambicioso ¡Avaro! —Ellos se observaron mientras la inmensidad de sus santuarios parecieron sacudirse tenuemente, como tambores velados que retumbaban. Ella con recriminación, él con cautela. —Y lo contrario a la ambición...

—Ro.

—...Es el desprendimiento.

De repente aquella vibración cesó. Pero se sintió como si algo se hubiera quebrado. Y fue la primera y la única vez que Ro pudo ver a Éran componer un gesto de perpleja estupefacción. La dichosa conmoción de Ro se interrumpió en súbito cuando entendió lo que sus palabras significaban.

Y lo que debía hacer.

El boticario de las almas perdidasWhere stories live. Discover now