3. Cruce de miradas

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Cuando conociste a Giova estabas ocupada pintarrajeando las paredes exteriores de tu casa de unos colores algo chillones. Sin embargo, tú estabas convencida que estabas realizando un obra de arte memorable.

—Ayúdame. Pásame el rojo —le solicitaste sin mediar presentaciones.

—Está bien —convino él con simpleza.

Y así, él se convirtió en tu ayudante en aquella primera travesura. Más tarde, les reprendieron a los dos por el adefesio que hicieron. Más a él que a ti, en realidad.

Luego te enteraste de que lo habían castigado por una semana a propósito de ese episodio. Aunque te pareció una exageración, preferiste desentenderte del asunto. Pensaste que, después de todo, no había sido culpa tuya que él hubiera colaborado contigo. Sin embargo, cuando volvieron a verse no pudiste evitar sentirte en falta, así que le regalaste un chocolate en compensación. En esos años eran muy escasos, por lo que fue un obsequio de disculpas muy especial.

Giova realmente no estaba resentido contigo, pero aquella muestra de generosidad lo conmovió en cierta media. Hay ocasiones en las que una entrega que puede parecer mínima e insignificante puede cambiar el mundo entero de una persona. Un simple trozo de chocolate, un precio muy ridículo para ganarse a una persona. De alguna manera, ese pequeño desprendimiento selló para siempre la camaradería entre ustedes dos.

Giova era el hijo menor del médico de tu familia. Aunque era formal y correcto cuando estaba presente algún adulto, en realidad, él compartía contigo esa vena inquieta que buscaba poner a prueba las reglas. Juntos trepaban árboles hasta las ramas más altas y delgadas, nadaban en la laguna hasta la parte más honda, entraban a hurtadillas a las cocinas de sus casas a robar dulces y meriendas.

Él era para ti un respiro de las exigencias diarias y de las perpetuas y constreñidas reglas del colegio para niñas. Lo malo de haber probado la libertad en tu hogar, fue que no soportabas ninguna imposición en otros lugares. Sin embargo, debías hacerlo. Debías fingir comportarte con decoro y compostura por unas horas al día, pero la tarde era toda tuya.

Giova y tú solían trepar un árbol enorme y frondoso. Ustedes le pusieron el nombre de Minúsculo. Lo eligieron en un arranque de ironía, por supuesto. Y Minúsculo se convirtió en su punto de encuentro durante la infancia

—¿Qué vas a ser cuando seas grande? —te preguntó él un día mientras te balanceabas sobre una de las ramas de Minúsculo.

—Supongo que me volveré la cabeza de la familia —respondiste sin mediar mucha meditación—. Procedo un largo linaje de personas importantes, y soy la hija mayor.

—Yo procedo de un largo linaje de doctores —replicó él con cierto sarcasmo—. Y también voy a ser doctor, pero no lo voy a ser porque sí. Voy a ser doctor porque quiero curar a la gente.

Aunque fue una plática muy ingenua e inocente, siempre la recordaste. Iba a tener un significado distinto para ti un día en el futuro. Un futuro que no iba a ser cómo esperabas.

Ese día, cuando regresaste a tu hogar, encontraste un gran tumulto y algarabía. Había una fiesta repentina, música, bullicio, comida. Estuviste rondando y rebotando de invitado en invitado queriendo indagar en la razón de tanto festejo. La respuesta acudió a ti cuando notaste una serie de carromatos estacionados en frente de tu casa. Esa caravana se extendía en una larga procesión de carruajes vistosos y rimbombantes. Como si se tratara de una feria, un circo silente y luminoso.

Te sorprendiste cuando supiste que toda esa conmoción se debía a una sola persona. Alguien que estaba siendo recibido con gran pompa y grandilocuencia por tus padres. Entendiste que debía ser alguien importante, tal vez alguien ilustre y acaudalado. Un pinchazo de curiosidad atravesó tu mente.

No fue sino cuando trepaste por las escaleras y obtuviste una visión más completa de la gran sala de bailes que pudiste tener un vistazo lejano de él.

—¿Quién es? —le preguntaste a tu cuidadora de turno.

—Él es el boticario —te respondió con un brillo de admiración en sus ojos—. Él nos visita cada cierto tiempo, viene para cumplir nuestros deseos.

Sólo ladeaste ligeramente tu cabeza al no comprender por qué esa persona podía despertar tal parafernalia. Pero ciertamente, no pudiste negar que era una personalidad que sobresalía de entre la multitud. Un aura extraña circundaba a ese joven, una distinta, casi etérea. Era de rasgos elegantes, encandiladores y gráciles. Cabellos oscuros y ojos turquesas. Sí, eran como la piedra preciosa misma.

Por alguna razón que desconociste en ese momento, lo encontraste misterioso y perturbador.

Aquellos ojos distintos a cualquiera que existían sobre la tierra viraron, como notando que estaba siendo observado. Y se incrustaron firmemente en ti.

Y esa fue la primera vez que se vieron.

El boticario de las almas perdidasOnde histórias criam vida. Descubra agora