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Se trata de la célebre Madame Lalande, la belleza del día par excellence, y tema principal de todas las conversaciones en la cuidad. Es viuda, e inmensamente rica... Un buen partido. Acaba de llegar de París.
-¿Usted la conoce?
-Sí, me cabe ese honor.
-¿Puede presentármela?
-Desde luego. Para mí será un placer. ¿Cuándo quiere que se la presente?
-Mañana; a la una me reuniré con usted en la calle B...
-Muy bien. Y ahora hágame el favor de callarse, si es posible.
Me vi obligado a obedecer a Talbot, porque él se mostró totalmente sordo a una nueva pregunta, y durante el resto de la velada atendió exclusivamente lo que estaba sucediendo en el escenario.
Mientras tanto, yo tenía mis ojos clavados en Madame Lalande, y al fin tuve la suerte de verla de frente. Su rostro era exquisitamente bello; esto ya me lo había dictado mi corazón.
No obstante, una vez más experimenté esa sensación que me desconcertaba. Finalmente, deduje que todos mis sentidos estaban impresionados por un aire de gravedad, tristeza, o más bien de lasitud, que empañaban la frescura de su semblante, aunque solo para dotarle de seráfica ternura y majestad. Esto, naturalmente, se duplicaba por mi temperamento romántico.
Mientras así recreaba mi vista, noté con gran emoción, y por imperceptible gesto de la dama, que de pronto había advertido la intensidad de mis miradas. Una vez más quedé totalmente fascinado y no pude apartar de ella los ojos ni un instante. Se volvió levemente, y de nuevo no vi más que el cincelado contorno de la parte posterior de si cabeza. Pasados unos minutos, como si se sintiera impulsada por la curiosidad de comprobar si yo todavía la estaba observando, lentamente fue girando el rostro, y otra vez se tropezó con mi ardiente mirada.

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