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fueron aumentando hasta convertirse en la amargura del odio. Principié a evitar su presencia. Una especie de vergüenza, mezclada al recuerdo de mi crueldad, me impedía maltratarlo, y durante algunas semanas me abstuve de golpearlo o tratarlo con violencia. Pero gradual e insensiblemente llegué a sentir por él un horror indecible. En silencio, lo eludía, como si huyera de la peste. 

Lo que me despertó abiertamente el odio por el animal fue el descubrimiento que hice a la mañana siguiente de haberlo llevado conmigo: como Plutón, también este gato había sido privado de uno de sus ojos. Esta circunstancia, en cambio, contribuyó a hacerlo más grato a mi esposa, quien, como ya he dicho, poseía esa ternura que en otro tiempo fue mi rasgo característico y el manantial de agrados sencillos y puros.

Pero el cariño que el gato me demostraba parecía crecer en razón directa a mi odio hacia él. Con tenacidad increíble seguía, constantemente, mis pasos, se ovillaba bajo mi sillón o, saltando sobre mis rodillas, me cubría con sus caricias espantosas. Si me levantaba, se metía entre mis piernas y casi me derribaba o bien trepaba por mis ropas, clavando sus largas y agudas garras en mi pecho. En esos instantes hubiera querido matarlo de un golpe pero me lo impedía el recuerdo de mi primer crimen. No; pero lo que me detenía, me apresuro a confesarlo, era un verdadero terror al animal.

Este miedo no era, positivamente, a un daño físico; sin embargo, es difícil definirlo de otro modo, y casi me ruboriza aceptarlo. Aun en esta celda de malhechor, me avergüenza declarar que el pánico que me inspira ese gato se había acrecentado a causa de una de las fantasías más perfectas que es posible imaginar. 

No pocas veces mi mujer llamó mi atención respecto al carácter de la raya blanca en torno al cuello, que constituía la 


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