Y eso me lleva al comienzo de mi historia porque resulta que sí hay algo que podría hacer para salir de la situación en la que me encuentro, pero a costa de perder la poca dignidad que me queda. Ya sé que la dignidad no te pone un plato de comida sobre la mesa ni tampoco sostiene un techo sobre tu cabeza, pero me pregunto si el precio a pagar no será demasiado alto. Podría aceptar y dejar que todos mis problemas se fuesen por el desagüe. Decir "sí" sería muy fácil y después no tendría que volver a preocuparme por el dinero en una larga temporada. Quince mil euros son quince mil razones muy poderosas para alguien en mi situación. No obstante, el escaso amor propio que aún me queda se niega a plantearse la idea como una posibilidad real, el simple hecho de pensar en ella hace que sienta una animadversión instantánea hacia el hombre que me la propuso. Y, sin embargo, la pura verdad es que, por más vueltas que le doy, no veo ninguna otra salida.

Todo empezó hace una semana. Como cada noche, estaba trabajando en el Búho Azul. Eran aproximadamente las tres de la madrugada y el local permanecía casi vacío, a excepción de los dos borrachos de siempre que ya solían encontrarse allí cuando yo llegaba y se quedaban cuando me relevaba el camarero del turno de la mañana. Entonces, entró él. Llamó mi atención de inmediato porque no se parecía en nada a la habitual clientela nocturna de aquel establecimiento de un barrio de mala muerte, compuesta por alcohólicos y pobres diablos que, como yo, no tenían dónde caerse muertos. No, él destacaba como un faro en la oscuridad. La ropa elegante y, a todas luces, carísima que llevaba, su altiva forma de mirar y aquella manera de caminar con tanta seguridad en sí mismo olían a dinero y poder para cualquiera que tuviese dos ojos en la cara. Al principio, no lo reconocí. Pensé que quizá se había perdido y entraba en el bar para pedir indicaciones, lo que no hubiese sido nada descabellado puesto que, a esas horas, no había muchos más sitios abiertos por la zona. Pero, para mi sorpresa, se sentó en la barra, me saludó con una sonrisa afable y pidió una marca de whisky de la que jamás había oído hablar.

—No importa, Samuel, sírveme lo que quieras —me dijo cuando le comuniqué que no teníamos ese whisky.

—¿Nos conocemos? —pregunté, contrariado.

—Fuimos compañeros de clase en el instituto. Soy Damián, ¿no te acuerdas de mí?

Me lo quedé mirando, boquiabierto. El Damián que yo recordaba de mi época de estudiante era un adolescente gordito, con gafas de culo de vaso y un empollón de manual del que todos solíamos reírnos por su aspecto físico y extrema timidez. Pero el hombre que tenía frente a mi era atlético, llevaba unas elegantes gafas de montura al aire y, desde luego, parecía cualquier cosa menos tímido, a juzgar por su escrutadora forma de observarme.

—¿Damián? Perdona, no te reconocía. Has cambiado mucho. Y para mejor por lo que se ve. —Él se rió.

—Sien embargo, tú estás exactamente igual. Parece que no pasan los años por ti.

—Sí que han pasado, créeme. Lo que sucede es que la iluminación del local es una mierda y disimula las arrugas —bromee—. ¿Qué es de tu vida?

—No me pudo quejar. Las cosas me van muy bien.

—Me alegro, hombre.

—Sin embargo, creo que tú no puedes decir lo mismo —me espetó de repente con una sonrisa de autosuficiencia en los labios—. Oí que, en estos últimos años, te has arruinado y que tu mujer te dejó.

—Parece que estás muy bien informado —respondí, molesto.

—De hecho, sí que lo estoy. No he entrado en este cuchitril en el que trabajas por casualidad. Sabía que te encontraría aquí.

—Ya veo. ¿Y a qué has venido? ¿A restregarme tu éxito por la cara? —pregunté sin poder disimular mi enfado—. ¿Aún me guardas rencor por lo que sucedió en el instituto? ¡Supéralo ya! No éramos más que unos críos.

Quince mil razones (en edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora