La Muerte de Polio

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Se fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de vida.

La sentencia fue sumarísima e irrevocable. El día siguiente hubo espectáculo en el Coliseo. Lleno hasta los asientos del tope con la multitud de romanos sedientos de sangre humana, fue un despliegue de la misma sucesión de horrores repugnantes que anteriormente se ha descrito.

Nuevamente los gladiadores pelearon y se mataran unos a otros, individualmente y en masa. Una variedad de formas de combate se conocían en la arena; y de ellas, las que más sufrimiento mortal infligían hallaban el mayor favor de los asistentes.

Otra vez se presentaron las escenas interminables de derramamiento de sangre y de agonía. Los feroces campeones del día recibieron las efímeras felicitaciones de los veleidosos espectadores. De nuevo el hombre peleó contra el hombre, o libró aun más feroces combates contra el tigre. Se repitió la escena del gladiador herido que miraba lastimero impetrando misericordia, no viendo otro signo sino el de muerte, los pulgares de los crueles espectadores vueltos hacia abajo.

Para saciar los apetitos de la multitud, ahora se demandaba una mayor y más desalmada matanza. Pues por aquel día no tenía atracción el mirar combates entre hombres cotejados. ¡Ah! Pero ya se sabia que los cristianos habían sido reservados para cerrar el espectáculo, y la aparición de ellos se esperaba y se imponía impacientemente.

Lúculo estaba entre los guardas cerca del escaño del emperador. Mas su semblante, de alegre que era, se había tornado pensativo.

Mucho más arriba, en los asientos detrás de el, había un rostro severo y palidísimo que sobresalían entre todos, por la mirada concentrada hacia la arena que tenía. Ese rostro era preso de una expresión de ansiedad tan profunda que hacía notable contraste con todos los que se encontraban reunidos en tan vasta asamblea.

De pronto se oyó el sonido del bronco rechinar de las rejas, y se vio saltar el primer tigre a la arena. Levantó la cabeza desafiante y se azotaba con su propia cola, acechando amenazante por todo el rededor, relumbrando sus feroces ojos sobre la enorme masa de seres humanos que colmaban el enorme anfiteatro.

No tardó en oírse un murmullo. Un muchacho fue arrojado a la arena.

De rostro pálido y contextura ligera, desnutrido en extremo, era nada ante la mole de la bestia furiosa. Y en son de escarnio se le había vestido como gladiador.

Y sin embargo, a despecho de su tierna infancia y su debilidad, no había nada en su rostro ni en su actitud que revelara el menor asomo de miedo. Revelaba posesión de sí mismo en su mirada apacible. Avanzó hacia adelante serenamente hasta el centro de la arena, y allí, a la vista de todos, elevó sus manos juntas, levantó sus miradas al cielo y habló a su Dios.

Mientras tanto el tigre seguía amenazante, desplazándose como al entrar. Había visto al niño pero no le había hecho efecto alguno. Seguía levantando las miradas de sus ojos sanguinarios hacia las enormes murallas y de vez en cuando lanzaba salvajes rugidos.

El hombre del rostro severo y triste miraba absorto como si toda su alma acompañara esa mirada.

El tigre por su parte no parecía mostrar el menor deseo de atacar al muchacho cristiano que seguía orando.

La multitud ya se tornó impaciente. Surgieron murmullos y exclamaciones y gritos con la intención de enfurecer a la fiera para que atacara a su víctima.

Pero ahora de en medio del tumulto surgió el sonido de una voz profunda y terrible:

¿Hasta cuándo, oh Dios, santo y verdadero, no
vengas Tú nuestra sangre de los que moran en la tierra?

El mártir de las CatacumbasWhere stories live. Discover now