El Coliseo

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"Cruel carnicería para jolgorio de los romanos."

Era uno de los grandes días de la fiesta en Roma. De todos los extremos del país la gente convergía hacia un destino común. Recorrían el Monte Capitolio, el Foro, el Templo de la Paz, el Arco de Tito y el palacio imperial en su desfile interminable hasta llegar al Coliseo, al cual penetraban por sus innumerables puertas, desapareciendo en el interior.

Allí se encontraban frente a un escenario maravilloso: en la parte inferior la arena interminable se despegaba rodeada por incontables hileras de asientos que se elevaban hasta el tope de la pared exterior que bordeaba los cuarenta metros. Aquella enorme extensión se hallaba totalmente cubierta por seres humanos de todas la edades y clases sociales. Una reunión tan vasta, concentrada de tal modo, en la que solo se podían distinguir largas filas de rostros fieros, que se iban extendiendo sucesivamente, constituía un formidable espectáculo que en ninguna parte del mundo ha podido igualarse, y que había sido ideado, sobre todo, para aterrorizar e infundir sumisión en el alma del espectador. Mas de cien mil almas se habían reunido aquí, animadas por un sentimiento común, e incitadas por una sola pasión, pues lo que les había atraído a este lugar era una ardiente sed de sangre de sus semejantes. Jamas se hallara un comentario mas triste de esta alardeada civilización de la antigua Roma, que este macabro espectáculo creado por ella.

Allí se hallaban presentes guerreros que habían combatido en lejanos campos de batalla, y que estaban bien enterados de lo que constituían actos de valor, sin embargo, no sentían la menor indignación ante las escenas de cobarde opresión que se desplegaban ante sus ojos. Nobles de antiguas familias se hallaban allí, pero no tenían ojos para ver estas exhibiciones crueles y brutales el estigma sobre el honor de su patria. A su ves los filósofos, los poetas, los sacerdotes, los gobernadores, los encumbrados, como también los humildes de la tierra, atestaban los asientos; pero los aplausos de los patricios eran tan sonoros y ávidos como los de los plebeyos. ¿Que esperanza había para Roma cuando los corazones de sus hijos se hallaban íntegramente dados a la crueldad y la opresión mas brutal que se puede imaginar?

El sillón levantado sobre un lugar prominente del enorme anfiteatro se hallaba ocupado por el Emperador Decio, a quien rodeaban los principales de los romanos. Entre estos se podía contar un grupo de la guardia pretoriana, que criticaban los diferentes actos de la escena que se desenvolvía en su presencia con aire de expertos. Sus carcajadas estridentes, su alborozo y su esplendida vestimenta los hacían objeto de especial atención de parte de sus vecinos.

Ya se habían presentado varios espectáculos preliminares, y era hora de que empezaran los combates. Se presentaron varios combates mano a mano, la mayoría de los cuales tubo resultados fatales, despertando diferentes grados de interés, según el valor y habilidad que derrochaban los combatientes. Todo ello lograba aguzar el apetito de los espectadores, aumentado su vehemencia, llenándoles del mas ávido deseo por los eventos aun mas emocionantes que habían de seguir.

Un hombre en particular había despertado la admiración y el frenético aplauso de la multitud. Se trataba de un africano de Mauritania, cuyo aspecto y fortaleza eran de un gigante y ademas su habilidad igualaba a su fortaleza. Sabia blandir su corta espada con destreza maravillosa, y cada uno de los contrincantes que había tenido, yacía muerto.

Llego el momento en que había de medirse con un gladiador de Batavia, hombre al cual solamente él le igualaba en fuerza y en estatura. Pero los separaba un contraste sumamente notable. El africano era tostado, de cabello relumbrante y rizado y ojos chispeantes; el de Batavia era de tez clara, de cabello rubio y ojos vivísimos de color gris. Tan acertado había sido el cotejo en todo sentido, que resultaba difícil decir cual de ellos llevaba ventaja, pero, como el primero ya había estado luchando por algún tiempo se pensaba que el tenia esto como una desventaja. Llego, pues, el momento en el que se trabo la contienda con gran vehemencia y actividad de ambas partes. El de Batavia asesto tremendos golpes a su contrincante, que fueron parados gracias a la viva destreza de éste. El africano era ágil y estaba furioso, pero nada podía hacer contra la fría y sagaz defensa de su vigilante adversario.

El mártir de las CatacumbasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora