Tic tac la muerte

159 4 0
                                    

Veo destellos de luz amarilla que desde donde estoy son más parecidos a luciérnagas; pero yo sé, lo puedo jurar, que son tan grandes como tres casas. Es la guerra, la cual ya lleva diez años, y hoy, a mis veinte años, estoy viendo quizá lo menos cruel que han hecho, aunque de este modo las muertes incrementan por segundo. Con una sola bomba habrá veinte, treinta, cincuenta muertos; aumentarán los niños, adultos, familias y amigos separados.

Yo aún no puedo olvidar cuando fui forzada a separarme, cuando invadieron mi pueblo: mi madre había salido en busca de mis hermanas y en el tiempo que esperaba a que regresaran me imaginaba que todo era como en ese cuento: "el animal malo, un monstruo parecido a una serpiente con muchos cuernos mató y devoró a todos los otros animales. Pero dios vino de los cuatro rincones, de hecho, cuatro dioses independientes y resucitaron a todos los animales muertos".

Con solo once años ya era consciente de lo cruel de la guerra y aquel cuento se parecía a la realidad. Por eso me gustaba pensar que los dioses nos iban a resucitar cuando el animal malo llegara hasta nuestro pueblo; el animal malo eran los soldados, no importaba de dónde o con qué bando estuvieran, todos eran el animal malo. Así, entretenida con mis vanas esperanzas, no era tan fría y lacerante la guerra. Hasta que llegó a golpear directamente a mi casa.

Recuerdo que escuché un grito tan alto y parecido a los que mi madre me lanzaba desde la cocina cuando trataba despertarme que di un respingo. Sin embargo, su voz reflejaba una angustia enorme; no era molestia o rabia, era miedo, un miedo crudo que se internó en mi cuerpo a través de mis orejas y se quedó incrustado en mi alma. El grito duró un minuto y luego no lo escuché más, fue en ese instante cuando entraron mis hermanas. La mayor me cogió del brazo intentando que no viera algo; pero yo llevé mi mirada hacia donde sentía que estaba mi mamá y entonces la vi: estaba muerta ¡muerta!

Con once años no pude llorar y me fue casi imposible retirar la mirada. Ahora sí lloro. Todo el tiempo el agua salada de mis claros orbes se desborda por mis párpados constantemente. Es un río, el cual lleva en sus aguas un navío que sale de mi alma con la pérdida, el dolor, odio y sufrimiento como pasajeros. Pero en aquel momento no pude hacer nada más que mirar con horror y —cuando finalmente me liberé de aquel retrato lleno de dolor— correr, tratando de huir. Quise huir de los soldados que violaban y descuartizaban a niñas y mujeres. Quise huir de los asesinos que quitaban las piernas o las manos a los hombres y los dejaban ahí tirados mientras se desangraban, observando entre espasmos cómo torturaban y mataban a sus familias. Recuerdo la angustia, la tristeza y el miedo que me hacían correr cada vez más rápido. La angustia y el miedo por tener que sufrir más hacían que mis dos pequeñas piernas se movieran como las alas de un colibrí, alejándome del infierno que desató el animal malo cuando llegó a mi pueblo.

El animal malo llegó y nunca se fue, los dioses de los cuatro rincones jamás vinieron ni resucitaron a nadie. Quienes conseguimos escapar, a su vez, nos transformamos en animales en los bosques, hambrientos, sin consciencia la mayor parte del tiempo porque esta obligaba a recordar. A veces encontrábamos más animales en los bosques y se quedaban o seguían su camino. Por su parte, el animal malo siempre nos hallaba. Ocho años pasaron y vi cómo mataron a cada una de mis hermanas, a cada uno de los animales que escaparon con nosotras o que llegaron luego.

Ninguno resucitó y yo comencé a morir con cada uno, hasta que llegó aquel joven especial de mirada triste como todos, pero de sonrisa bella, la única. Él conservaba su sonrisa y era tan raro ver alguna que las de él me devolvían la vida como si fuera un dios tardío.

—Te amo —me susurró a los dos años de conocernos—. Vamos a sobrevivir, vamos a tener una familia cuando escapemos de la guerra —Yo le respondí con mi rota sonrisa, esa que solo él hacía aparecer. Yo le creí y la esperanza hizo latir mi corazón convaleciente.

Nos olvidábamos del animal malo; pero este siempre encuentra y nos lo recordó, me lo recordó para nunca olvidarlo: el día que me había susurrado esas bellas palabras, cuando la luz del sol moría derramando sangre en el cielo, llegó a nuestro bosque. Como mis hermanas, él se interpuso entre el animal malo y yo, y, como ellas, él derramó su sangre en el suelo para distraer a la bestia y que así yo pudiera escapar.

De eso han pasado dos días y ya no soy animal: soy un despojo, sin sonrisas rotas ni corazones latientes con esperanza. Soy el mundo destrozado que en sus lágrimas carga el dolor del universo. El mundo que ya no tiene órbita en la cual girar, para el cual el sol ha muerto en una explosión y ha perdido el horizonte.

Soy el mundo roto y sin rumbo que busca ¿quién sabe lo que busco? Busco al sol. Por eso ahora miro hacia abajo y observo las rocas, tanto las pequeñas como las grandes parecen muy amenazantes; miro hacia arriba a las estrellas —millones de soles— que están tan lejos que mi cuerpo no puede alcanzarlas. Debo dejar al mundo roto para que mi alma navegue, corra, y vuele hacia donde quiere. Levanto un pie y pienso en la única persona que había logrado hacerme reír otra vez, que logró avivar mi corazón por un tiempo y que me hizo parar un poco el sufrimiento. Cierro los ojos y veo su rostro, sintiendo el vacío debajo de mis pies, saludo a la muerte, la guía a la que he decido acompañar hacia el sol y que me ha esperado por tanto tiempo.

Belleza en la muerte (Cajón de relatos II)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora