Capítulo IV

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Todo rastro de raciocinio había desaparecido. ¿Dónde quedaba la sensatez? ¿Y el sentido común?

Silenciados entre unas sábanas arrugadas.

Ana no había pensado en nada más desde que Raúl pronunció aquella propuesta camuflada. No se caracterizaba por hacer muchas locuras, pero sí es cierto que hacía lo que quería. Vivir sola había desarrollado su independencia y ella misma llevaba su propia rutina, sin tener que rendir cuentas a nadie, aunque su madre le hiciese mil preguntas cuando iba los domingos a comer a casa.

Empapados y apestando a alcohol salieron de la discoteca, recogieron sus abrigos del guardarropa y salieron a la fría calle. Ana se arrebujó en su chaqueta, helada, y no tuvo que esperar para preguntar a Raúl adónde iban; saltaba a la vista que él lo tenía más que claro cuando tomó su mano y empezó a caminar con ligereza calle arriba.

-No hace falta que te recuerde que has desperdiciado veinte euros, ¿verdad?

Él hizo una mueca y dejó escapar una pequeña risa.

-No, por favor. Mañana ya pensaré en eso y me maldeciré a mí mismo. Por otro lado, esos veinte euros pueden merecer mucho la pena. -La miró con una sonrisa encantadora antes de volver la vista al frente.

Aquella sonrisa quedó marcada en la mente de Ana durante unos largos minutos. Había sido un gesto que marcaba un antes y un después, aunque en ese momento no fuese del todo consciente de ello.

En dos minutos llegaron a un portal. Raúl se detuvo y se dio prisa en buscar las llaves en el bolsillo de su abrigo. Entraron y subieron al ascensor, que empezó a moverse en cuanto él presionó el botón del tercer piso.

En ese minúsculo espacio los veinte segundos que tardó el ascensor en llegar a su destino dieron para un par de besos apasionados y caricias furtivas que buscaban el cálido contacto con la piel que se escondía bajo tantas capas de ropa.

Salieron a trompicones, casi tropezando, y jadeando como si acabaran de correr una maratón. La anticipación creaba tormentas de pasión en sus cuerpos y los encendía.

Ana se apretó contra él y fue dejando un sendero de besos desesperados por su cuello. Raúl la apartó un poco y se dio la vuelta rápidamente para introducir la llave en la cerradura de su puerta.

-Espera. Será mejor que entremos, ¿no crees? -dijo, jadeante y con la voz ronca.

Había sido amor a primera vista, o atracción, mejor dicho. Ana le había parecido una mujer segura de sí misma, guapa e irresistible. El segundo encuentro había sido casi planeado, ya que sí había estado buscándola con la vista durante toda noche, incapaz de olvidar esos ojos grandes y marrones o su figura delineada por el vestido, hasta que la había encontrado allí en la barra.

Cerró la puerta con un portazo, aunque no era su intención, y ambos se desprendieron de sus abrigos, dejándolos tirados en el suelo de cualquier manera. Él la guió hasta el dormitorio, le dio un suave beso en los labios que le hizo retener la respiración, y buscó con los dedos la cremallera del vestido, que estaba en la espalda.

Ana rotó los hombros para que la tela se deslizara por ellos, ayudada también por las hábiles manos de Raúl. Sacó los pies del vestido cuando éste cayó al suelo, quedándose tan solo en ropa interior, expuesta a la mirada de él, que no creía que pudiera estar más excitado.

Se humedeció los labios cuando las manos de ella empezaron a desabrochar su camisa con una lentitud sensual. Sus ojos, velados por las pestañas oscuras, lo miraban insinuantes.

-Será mejor que nos deshagamos de esto cuanto antes, o te vas poner malo -ronroneó Ana.

-El que me va a poner malo eres tú.

Llegaste en NavidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora