Capítulo 1: Nuevos aires. (1/2)

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Suspiré y seguí esperando mi llamado, sin que nada ocurriera.

Para cuando ya eran las diez comencé a inquietarme porque nadie me llamaba, y por mi cabeza pasaban toda clase de conjeturas acerca de por qué no lo habían hecho, quizá se habían olvidado de mí, después de todo lo que había pasado para llegar hasta allí, pero me tranquilicé lo mejor que pude e intenté pensar en otra cosa, fue justo en ese momento en que volteé a ver a mi vecino, para ver cómo iba su dibujo, pero en lugar de encontrarlo dibujando, como me lo esperé, lo encontré sacando de su bolsillo una navaja retráctil de cobertura verde fosforescente. Al instante me alteré, y habría soltado un grito de no ser porque con la otra mano sostuvo el lápiz y comenzó a sacarle punta.

Resoplé y me reí para mis adentros, ese día estaba muy alterada, todo me parecía que podía salir mal, como si no fuera capaz de ser feliz luego de no haberlo sido por muchos años.

Todo va a estar bien, me dije, justo al mismo tiempo en que mi vecino lanzaba un grito ahogado.

—¡Chingada madre! —exclamó, y pude ver el momento preciso en que se rebanó el dedo índice con la navaja. De inmediato ocultó el dedo herido dentro de las hojas blancas de la pequeña libreta en la que había estado trabajando y lo presionó.

—¿Está usted bien? —pregunté, él levantó el rostro y cruzó su mirada con la mía. En ese momento me di cuenta de que no era un hombre de edad avanzada como lo pensé al principio. Era un muchacho, apenas mayor que yo, sólo que no lo había notado por su apariencia tan extraña. Ese cabello largo y enredado no le ayudaba a aparentar su edad verdadera, además de que sus ojos estaban ocultos por unas gruesas gafas de montura café, y el resto de su rostro por una barba y bigote, ambos crecidos y desarreglados. Todo en él era desaliñado. Su playera blanca estaba salpicada de pintura o algo parecido, y sus pantalones desgarrados de las rodillas y del dobladillo.

—¿Estás bien? —Repetí, ahora avergonzada de haberme referido a él de usted, cuando era evidente que no pasaba de los veintidós.

—Sí —dijo, apartó la mirada de su dedo que seguía aplastado entre las hojas de papel y me miró con unos ojos cafés que podía ver ampliados por las gafas —Apenas un corte—agregó, ésta vez mostrándome el dedo dañado.

—Ah—me limité a contestar, al darme cuenta de que en realidad no era nada. —Por el grito pensé que te habías lastimado más.

—No —dijo negando con la cabeza, y en ese momento la herida, que por la presión que le había dado al inicio se cerró un poco, ahora se abría otra vez y destilaba un montón de sangre roja y espesa.

—¡Se abrió de nuevo!—grité y por inercia estiré mi mano para tomar la suya, pero él se apartó y la cerró en un puño —Déjame ver —dije, un poco alterada por su reacción.

Él relajó los hombros y me acercó la mano cerrada, sólo me mostró el dedo herido, la tomé entre una de las mías, y con la mano que tenía libre saqué de mi bolso un paquetito de pañuelos y con ellos presioné su dedo entre los míos. Más tarde saqué un curita del color de la piel, le limpié la herida y cuando por fin dejó de sangrar por un momento le pude poner la bandita alrededor del dedo. Él se limitaba a mirar mis manos mientras trabajaba y cuando terminé mi tarea de enfermera improvisada levanté la mirada al mismo tiempo que él. Me miraba con una expresión extraña, pues tenía una sonrisa de esas pequeñas pero autenticas en su rostro, de las que eran tan escasas por esos días que las creía extintas por completo.

—¿Por qué las mujeres son así? —preguntó en voz baja, justo cuando creí que me daría esas simples gracias que ya nadie daba con verdadero agradecimiento. Pero ni esas gracias era lo que yo había esperado, y tampoco sabía que había esperado, pero no aquello.

Sueños de tinta y papelWhere stories live. Discover now