Capítulo 9: Mi Imperio en Llamas

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En los movimientos gráciles de contorsionistas, en los maquillados rostros de payasos, en las siniestras sonrisas de los feriantes, en los quebrados movimientos de las bailarinas,... En todos veía radiante la maldad, como virtud reina que era en aquel campo de penumbra. Sembrada la discordia, regada con temor, nutriéndose del viento y su áspero calor. Querían ver sufrimiento.

Ansiaban percibir la piel de Sharon como un montón de carne quemada, sus dedos titilantes y extremidades deformadas. Su cerebro, en un jarro de cristal; y exprimir su jugo hasta que no sea más que una masa rosácea y escuálida. Sí, anhelaban percatarse de su garganta inundándose con la sangre de su lengua cortada, agonizando hasta el último suspiro.

Pero eso no ocurriría.

Seguían órdenes que debían acatar. Y esta vez, la venganza era un plato que se servía caliente. Tan dulce como la sangre de la infante, sabrosa como su piel, deliciosa como sus ojos inyectados en sangre. ¡Uhm! Ya podía oler la chamusquina. Sentía el humo arrastrado por el viento, indagando en todo Dreamland, esparciendo por el terreno de muertos la única esperanza de la humanidad.

Quería jugar con sus cenizas como si fuera arena, y construir con ella un castillo que se derrumbaría a la brisa como si estuviera hecho de naipes. Sí, eso la haría sufrir. Y lo mejor es que no conocía su trágico destino. Golpe tras golpe, caída tras caída, y nunca más se podrá levantar. Besará el suelo manchado con su sangre y lo limpiará con su sucia ropa. Sería una más. Una esclava más.

Y algo pudo intuir cuando, ante su inquietante mirada temerosa, contempló con gran asombro un mástil de dimensiones extravagantes, rodeado por heno y paja, y a unos metros de distancia, siervos. Decenas de esbirros. Cientos de esclavos. Farfullando, cuchicheando, riendo y charlando. Veían a la niña y la insultaban, la señalaban entre sonoras carcajadas.

Quedaría postrada ante sus pies al no someterse a la voluntad de su Amo. Caería como su reina. Y es que Sharon lloraba al sentir el pánico invadiéndola, al dar por imposible el intento de una huida. Era inevitable su sino. Lara la traicionó hasta la muerte. Entendió rápidamente que, al igual que Scarlett hace docenas de años, sería quemada viva.

Nadie escucharía sus súplicas, sus ruegos por clemencia. Nadie vería en ella una guerrera, sino una presa lista para sentenciar. En aquellos seres no existía humanidad. Sólo el odio corría por sus venas, inundándoles en rencor, con la ira como su energía y homicidio como afición. Eran crueles. Malvados. Mostrarían sus pútridas sonrisas cuando la niña estuviera calcinada.

Se rindió al fracaso.

Dejó que en unos instantes la ataran al mástil, dejándola a vista de todos como un triste muñeco de trapo descosido. Sus lágrimas no extinguirían el fuego que ardería bajo sus pies descalzos, ni las piedras y barro que le lanzaban. Recordó a Scarlett, y pensó que nunca pudo comprender del todo su inmenso dolor... hasta ahora. Y gimió de impotencia. Rezó por clemencia.

¿Dónde estaba la cordura? ¿Fue asesinada por el odio? El regocijo de seres salvajes, eso importaba más que la vida de una niña. Con los ojos entreabiertos contempló por última vez el vasto paisaje del parque. En las alturas, en pleno centro de Dreamland, gozaba de una posición privilegiada desde la que contempló el parque temático. En la distancia, vio Citrón.

Pensó en Jessica, pero por encima de todo en Scarlett, y cómo no, en su padre.

—Te he fallado, papá —sollozó.

El viento se llevó consigo sus palabras. Las que no pudo robar, las quemó el ardiente fuego. Ya eran ceniza, flotando en un mundo de empatía imaginaria. Ya nada ni nadie podría parar aquella locura. Nunca mereció tal castigo. Era una valiente gladiadora, una implacable espartana, y se veía engullida por las fauces del león. Comenzó a percibir un leve cosquilleo en las plantas de sus pies.

Calor.

Entre sus ojos empañados vislumbró una túnica negra. La gente se apartaba de ella con temor, disimulándolo vagamente clavando su mirada en la muchacha. La sonrisa de aquel hombre le sintió como una estocada definitiva en el corazón, plagada de un veneno incurable que jamás podría erradicar. Odiaba su triunfo. Odiaba sus actos. Odiaba todo de él. Y allí estaba, pavoneándose, nada más y nada menos que de su propia muerte.

E intentó gritar, sin emitir sonido alguno. Intentó chillar, sin pronunciar ruido ninguno. El humo cegó su visión, paralizó su dulce voz. Cada vez sentía más el agobiante calor. Sus pies se movían con frenesí, sin liberarse de las llamas que los acariciaban sin piedad. Nunca imaginó un dolor tan insoportable; ¿dónde quedaban las lágrimas por llorar?

Se evaporaron, y nada más. Las voces se oyeron como ecos lejanos; y las luces se distorsionaron junto con todos los luceros. Las figuras, borrosas, clamaban su canto infernal. Veía la muerte aproximándose a arrebatar una vida más. Inaguantable. Inconcebible. Inimaginable. Inaudito. Rezaba las palabras de aquella tortura inmortal.

Y así, se dejó vencer al sueño.

Y cerró los ojos.

Y no volvió a luchar.

Nunca más.

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¿Y ese aliento gélido que jamás esperó encontrar? Rozó con sus manos el suelo, sintiendo el hielo rozando sus dedos, hasta que levantó la vista y no tuvo consuelo. Tumbada, arrodillada en una estancia de blanco mármol. Encerrada, sin salida visible ni sitio por el que escapar. No había planos. Existía la luz, pero nada de dónde pudiera surgir con claridad.

Notaba su cuerpo extraño, etéreo, sumida en su interioridad. Sus ropas ya no eran las mismas. Yacía descalza, llevando un camisón verdoso que cubría hasta sus rodillas. Ni ropa interior, nada más. Casi desnuda en el lugar de nunca jamás. ¿Estaba soñando? ¿No había muerto ya? Creyó abandonar la vida hace unos instantes, pero nunca la vio acabar. Ni sentir el dolor, ni la pena, ni llorar.

¿Qué estaba ocurriendo? ¿Podría la figura que se alzaba frente a ella explicárselo y Sharon poder creérselo?

Un halo de timidez desprendía su menudo cuerpo. No quería alterar al extraño con el que compartía "habitación" pero era tarde para volverse atrás. Avanzó despacio, en posición defensiva, manteniendo intactos sus sentidos. Se encontraba alerta. ¿Y si la quería atacar? No sabía dónde se hallaba, ni si podría escapar jamás. Tuvo suerte. La figura reveló su identidad sin tenerla que lastimar.

—¿I...? No. Tú no, tú no,... No, Sharon, tú no,...

Sus ojos verde caoba se clavaron fijamente en los suyos, con gran esfuerzo reteniendo su llanto. Su porte sujetaba a la perfección un vestido blanco que, a simple vista, parecía haber sido obra de ángeles. Hacía juego con su piel pálida, y a su vez contrastaba con su rubia cabellera ondulante. Su gestó se torció en una de sorpresa. Confusión. Aquella mujer era sumamente hermosa. Aquella mujer era su madre.

Sarah.

Scarlett: Carnival Ride (Trilogía Scarlett n°3)Where stories live. Discover now