El sonido de voces acercándose me pone alerta. Un hombre y una mujer.

—…La última vez se enojó. Es un cerdo. Las pide limpias y olorosas como si lo que hiciese con ellas fuese digno de ver —se queja ella.

Los sollozos aumentan.

—¡Eh, tú, cállate! ¡Despertarás a las demás! —grita la mujer, con impaciencia.

—Está herida —dice él.

—¡Bah! El médico vendrá mañana a revisarlas. Ya sabes que yo no puedo interferir. —lamenta ella, de mala gana. Él se escucha preocupado—. ¡Entiende que la vida no es fácil para nadie! —grita. En algún otro rincón otra mujer empieza a sollozar—. Y menos lo será para mí si las ayudo a morir.

—No, por favor, Mah.

—Te juro que a veces veo sus rostros en mis pesadillas.

—No es culpa de nadie, Mah. Él es el rey.

¿El rey?

La voz de él es torpe, las palabras a veces se atrancan en su garganta.

—Ese maldito cerdo pervertido.

Escucho el sonido de una llave abriendo una cerradura. ¿Es aquí? ¡Sí! Ellos están abriendo mi puerta. Ellos están aquí. 

—Deberíamos bajar la voz, Mah, quizá esté dormida —dice él.

—¿Y qué? No le servirá de nada que seamos amables con ella. 

El olor a sangre y humedad es reemplazado por olor a jabón.

—¡Eh, tú, despierta! —pita ella y un pie magulla mi cara. Trato de ponerme de pie pero es imposible, estoy atada.

—Está despierta, Mah.

—Ya era hora.

Me quitan el vendaje. Parpadeo varias veces. Finalmente, mis ojos se acostumbran a la tenue luz de la lámpara de gas que traen ellos.

Los ojos arrugados de una mujer vieja me están mirando fijamente. Ella está toda cubierta con un vestido de manta, incluso su cabello está oculto. Me sienta y me quita el vendaje que sujeta mi boca.

—Es bonita. Mira sus ojos, Mah —dice él.

—Tener un rostro bonito no es buena fortuna para una campesina.

—¿Qui-quiénes son ustedes? —pregunto con palabras entrecortadas.

—Cállate, niña estúpida.

No puedo intentar pelear hasta no trazar un plan de huída. Ojalá estuviese aquí Garay.

—Pregunta quiénes somos, Mah.

—Ya escuché, cariño.

La cara de él es deforme y grotesca, pero es un hombre joven, no tendrá más de veinte años. También es cojo y tiene una mano en forma de muñón. Me da asco y miedo. Su ropa es un harapo. También la de ella lo es, sin embargo ambos están más limpios de lo que usualmente estoy yo.

—¿Quiénes son ustedes? —insisto, temerosa.

Ella se ríe. —Eso no importa, niña. No le importa a nadie aquí y tampoco debe importarte a ti.

—¡Es bonita, Mah!—repite él y aplaude.

Él tiene una sonrisa menoscabada. Madre pura. Además de tener defectos físicos, este muchacho es retardado. Pero no me puedo permitir sentir compasión por él, aquí la prisionera soy yo.

Crónicas del circo de la muerte: Reginam ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora