2. Una marioneta salva mi culo

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Tres hombres nos tienen acorraladas en el fondo del callejón. Kire, asustada, se esconde en un rincón. Tiene miedo, pero yo no... Está bien, sí tengo miedo, pero es el tipo de miedo que te obliga a ser valiente.

Uno de los tres idiotas lame sus labios y se planta frente a mí. Los otros dos hacen movimientos obscenos y, para nuestro horror, empiezan a desvestirse.

Quieren entretenerse, pero no lo harán con nosotras.

Hace diez años me vi en una situación similar, de la cual salí casi ilesa por un golpe de suerte que me permitió escapar. Mi madre curó mis heridas y mi padre, en vez de encerrarme, me instruyó. Él nos adiestro en el uso de armas a mí, a mi hermano Micah y a Garay.

—¡Aléjense de aquí y nadie saldrá herido! —espeto, sin demostrar miedo.

Garay y mi hermano saben usar espadas, pero a mí, por ser mujer, mi padre me enseñó a pelear con dagas.

Los tres hombres se ríen de mis palabras, y es su confianza en creer tener el control de la situación lo que está a mi favor. Llevo mis manos a ambos lados de mi cadera y saco mis dagas. Los ataco antes de que puedan reaccionar. Doy una patada al pecho del cerdo que tengo frente a mí y cae sobre otro, que al golpear su cabeza contra la pared, queda inconsciente. Creo. O quizá esté muerto. No me importa, la verdad. Ojalá esté muerto. El tercero da dos pasos hacia nosotras. ¡Aléjate, bastardo! Cuando está lo suficientemente cerca, agito una de mis dagas y con un movimiento limpio corto el corroído cinturón que sostiene su pantalón. Otra patada y también está en el suelo.

—¡Corre! —apremio a Kire, que tarda en reaccionar, pero finalmente hace caso.

No obstante, uno de ellos la coge por el tobillo. Kire tropieza y cae sobre su vientre. Lo único que tenía que hacer era correr... Pongo los ojos en blanco. Pero no puedo ocuparme de ese tipo en este momento; su amigo, ahora con los pantalones hasta los tobillos, otra vez está de pie y bloquea mi paso; lo cual es una mala idea porque yo estoy armada y él no. Espero a que haga el primer movimiento para decidir qué hacer. Kire empieza a gritar de terror cuando su opresor se tiende sobre ella. Él la está golpeando. Cobarde. 

El idiota que tengo de cara a mí me mira poseso e intenta darme un puñetazo. No, a mí nadie me va a golpear. Lo esquivo y dejo caer una de mis dagas al suelo. Cuando él intenta cogerla lo pateo y lo hago caer de nuevo. Recojo mi daga del suelo y busco la mirada del cerdo. Este me mira asustado y sintiéndose pequeño.

—Podría matarte y librar al mundo de un miserable —lo escupo—, pero no macharé mis manos de sangrepor un cobarde como tú.

Él tensa su mandíbula y, desesperado por recuperar el control de la situación, intenta apoyarse sobre sus brazos para después ponerse de pie. Estúpido. Doy tres pasos hacia adelante y, cuando estoy a la distancia adecuada, pateo su entrepierna. ¡Recupérate de eso, bastardo! Eso es suficiente, da un aullido y sé que gané esta pelea. Corro hacía donde está el otro imbécil que tiene del cuello a Kire y atajo una de mis dagas en su pierna izquierda. Él grita y suelta a Kire, que se apoya en la pared para no caer al suelo otra vez. Recupero mi daga y también corto el cinturón que sostiene el pantalón de este idiota. A continuación, con una patada, lo empujo hacía la calle. Una acción demasiado imprudente para ser aprobada por mi padre.

No tengo muchos espectadores, pero si los suficientes para llamar a otros y reírse al unísono de los infortunados. Circo. Una mujer grita al darse cuenta de que uno de los cerdos está herido, pero yo aprovecho el caos para huir. Kire me sigue.

Crónicas del circo de la muerte: Reginam ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora