Ella intentó fugarse. Era de esperar. A nadie le gusta que lo pillen in fraganti y se lo echen en cara. Se habría ganado mi respeto si hubiera admitido que era una fisgona. Si me hubiera pedido disculpas y hubiera admitido que había sido un error por su parte; probablemente me habría apartado para dejar que saliera, pero mi suegra jamás admitía sus errores, particularidad de su carácter que había heredado su hijo.

No llegó a darme un empujón para abrirse paso, por lo que nos quedamos en una especie de punto muerto. Yo era más alta, pero ella, más corpulenta.

— ¿Te parece un álbum de recortes?

Ella negó con la cabeza, testaruda.

—No tengo por qué aguantar que me eches un sermón.

— ¿Por qué no te limitas a responder?

Un violento rubor le subió por la garganta y las mejillas. Me gustó verla así, retorciéndose como una lombriz en un anzuelo. Me gustó ver que había hecho que se sintiera incómoda por una vez.

— ¿Te parece un álbum de recortes?

— ¡No!

— ¿Entonces qué hacías con él en las manos?

Su boca se contrajo, pero no, ella jamás admitiría que hubiera obrado mal.

— ¿Me estás acusando de fisgonear?

—No es una acusación. Creo que es cierto.

Ana torció el gesto en una mueca de desprecio. Estoy segura de que creía que tenía todo el derecho a mostrarse indignada. Cualquier persona habría intentado justificarse, consciente de que había metido la pata.

—Esto es una falta de respeto...

Y ahí fue cuando perdí los estribos por completo. No me habría sorprendido que mi pelo se hubiera convertido en un manojo de serpientes sibilantes que no paraban de retorcerse y escupir veneno.

—No te atrevas a hablarme de falta de respeto. Entras en mi casa durante mi fiesta y violas mi intimidad metiéndote sin permiso en mi habitación. No te atrevas a hablarme del respeto, porque tú no tienes ni idea de lo que es eso.

Debió de ser terrible contemplar mi cólera. Sé que Ana se asustó. Debió de creer que la iba a golpear, pese a que ni siquiera había elevado el tono.

— ¡Intentas dejarme como si fuera una mala persona, y no pienso consentirlo! —exclamó, indignada, con lágrimas de cocodrilo en los ojos.

—No creo que seas mala persona —dije con voz gélida—. Creo que eres inmensamente arrogante y ególatra, y que si de verdad piensas que nunca obras mal, es que, además, eres idiota.

Abrió la boca, pero no le salió nada. Acababa de hacer algo que creía imposible, dejar a Ana sin palabras. Duró poco, sin embargo, pero habló con un tono inconmensurablemente dulzón.

—No puedo creer que me hables de esa forma —dijo con el tono de una mujer empapada en gasolina que está a punto de encender la cerilla. Una mártir.

¿Me equivocaba al pensar que la conversación le estaba proporcionando la misma satisfacción íntima que a mí? ¿Qué le proporcionaba cierto alivio saber que no se equivocaba sobre mí? ¿Qué me había comportado como ella siempre sospechó que era capaz de hacer, que la había tratado fatal y, por lo tanto, el hecho de perdonarme y aceptarme podría interpretarse como un loable acto de caridad? Porque todavía podría haberse salvado a mis ojos si hubiera sido capaz de contenerse.

Pero no. Ella no sabía callarse.

—Supongo que no se puede esperar otra cosa de ti —añadió con el afectado tono santurrón que siempre me daba ganas de vomitar—, teniendo en cuenta la familia de la que procedes.

TentaciónWhere stories live. Discover now