Capítulo 39

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—Bueno, no me extraña —dijo una voz que me resultaba familiar— Es obvio que su hermana está embarazada, y yo no he visto que lleve anillo. ¡Y qué me dices del padre! Sabía que tenía ciertos... problemas, pero no tenía ni idea de que fuera dipsómano.

Dios mío. ¿La gente usaba ese término, dipsómano? Al parecer, Ana sí.

Estuve a punto de darme la vuelta y dejarlo estar. Durante diez segundos contemplé la posibilidad de irme y ser la chica buena y callada que siempre obedecía con una sonrisa en los labios. Al undécimo segundo, apoyé la mano y abrí la puerta de par en par.

Lo que me encontré fue peor; mucho peor; infinita, extraordinaria e irritantemente peor.

Ana estaba de pie junto al pequeño escritorio situado bajo la ventana. Había sido de la abuela de Bruno, y, aunque no me sentaba en él a escribir normalmente, sí que utilizaba sus cajones para guardar mi correspondencia privada. Las cartas de amor de Bruno, algunas fotos, mi agenda. No como el calendario de la cocina en el que anotaba cosas como citas médicas o un recordatorio de que había que cambiar los neumáticos. Se trataba de un calendario-agenda con espacio para escribir en cada día. Solía hacer anotaciones breves o resúmenes de lo que me había sucedido ese día, unas pocas líneas recordatorias de lo que había hecho o sentido. Hasta ahí llegaba mi capacidad de llevar un diario.

Ana lo dejó en el escritorio cuando entré. La hermana de Bruno, que se estaba comiendo un brownie sin plato en el que echar las migas, que estaban quedando desperdigadas por el suelo, tuvo la decencia de parecer culpable.

—Mica. Hola.

Por un momento la ira me cegó, violenta y cegadora como un rayo. Y dejé de ser la niña buena.

— ¿Qué haces en mi habitación?

—Oh —contestó ella con una risilla nerviosa— Tu hermana Lara nos dijo que había un álbum de recortes de la fiesta que teníamos que firmar.

—Está sobre la mesa del salón.

—Bueno, ella no nos dijo eso —respondió la señora.

—Por eso decidiste venir a ver si estaba en mi habitación.

—Quería enseñarle a mi hija el escritorio. Está interesada en este tipo de muebles. Bruno me dijo que podía venir.

Ni siquiera intenté creer lo que me decía. Ella se tragó el resto del brownie, se limpió las manos con la servilleta y, sonrojada, se acercó disimuladamente a la puerta, pero para salir, primero tenía que apartarme yo, y no estaba por la labor. Tuvo que pasar de costado.

«Cobarde».

—Así que decidiste venir a fisgonear en mi habitación.

Comprendí que no se esperaba que fuera a plantarle cara. Al fin y al cabo, nunca se me había ocurrido rechistar. Claro que tampoco se esperaba que la pillara.

—Estaba buscando el álbum —se defendió ella, irguiéndose con dignidad.

—Y pensaste que estaría dentro de mi escritorio, claro. ¿Te parece que yo lo dejaría ahí? —dije con tono lacónico y brusco, pero sin elevar la voz.

Estaba temblando por dentro, pero conseguí mantener la espalda erguida, las manos estiradas a lo largo de los costados. Me costó un esfuerzo hercúleo no apretar los puños.

—Micaela, no hace falta que te pongas así.

Mi suegra retrocedió ante mi áspera risotada.

—Ya lo creo que hace falta. Dime una cosa, Ana. ¿Te parece que eso es un álbum de recortes?

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