Capítulo 4. La sirena perdida

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Lo había contemplado todo desde su escondite. La pequeña sirena había descubierto a los humanos y ahora estaba justo donde ella quería. Dentro de poco iría a ella, pediría sus deseos, estaría dispuesta a dar cualquier cosa por reencontrarse por su príncipe y, a cambio, ella solo necesitaba una cosa. Lo que llevaba dieciocho años esperando, lo único que podía devolverle lo que había perdido: el tridente de Poseidón.

Aunque esa niña sería tonta, los humanos no eran de fiar. Ella se lo enseñaría.

Dieciocho años atrás...

Tomar el sol sobre las rocas era uno de los pocos placeres que tenía su vida inmortal. Sentir el sol en su piel, sobre sus escamas, la sensación de estar... seca, era extraño y gratificante. Ser una sirena era maravilloso, nadar con los delfines, con los peces, explorar lugares que otros solo podrían soñar, volar entre las aguas... pero también era una vida solitaria, fría como las gélidas corrientes. No es que quisiera tener piernas, le gustaba su colar verde salpicada por el dorado del sol, pero de vez en cuando, le gustaría sentir lo que los humanos tenían.

—¡Úrsula!

La voz de su querida amiga saliendo del agua para encontrarla, la despertó de su ensoñación.

—Hola, Athena.

—¿Qué haces aquí todavía? Poseidón nos quiere a todas las Originales en la celebración de esta noche.

—Ah, sí, la "celebración" —Úrsula supuso que no había podido ocultar su desgana.

—Si no te conociera, diría que no te hace demasiada ilusión. —Athena se sentó junto a ella en la roca frente a la costa de una pequeña playa desierta.

—¿Cuántas celebraciones llevamos ya, Athena? ¿Miles? Y cada año igual. ¿Qué celebramos exactamente, que nuestra vidas son insulsas?

—Úrsula, mi querida amiga. —Athena tomó una mano entre las suyas—Celebramos que fuimos creadas por Poseidón, que estamos aquí, disfrutando del sol, que estamos vivas, que estamos juntas.

No sabía por qué, la sonrisa de Athena tenía que ser tan contagiosa.

—Tú eres mi única amiga, Athena. Lo único que ha hecho que toda esta vida inmortal, pero mortalmente aburrida, haya valido la pena.

—¿Qué dices? Tienes un montón de amigas, de hermanas, todas las sirenas.

—A veces se me olvida lo inocente que eres, Athena. Nos llamamos hermanas porque Poseidón así lo quiere, pero ninguna siente por las demás cariño fraternal alguno. Todas compiten por el amor de Poseidón.

—Yo no lo hago.

—Porque, cariño, tú ya eres su favorita. —Úrsula no podía evitar reírse ante la cara de asombro de su amiga.

—¿Yo? ¿Qué dices? ¿Yo no he hecho nada especial?

—No has tenido que hacer nada. Poseidón te quiere más que a ninguna bien porque le gustan las rubias, que puede ser, o porque ha visto en ti lo mismo que yo veo.

—¿El qué?

—A una sirena inocente, alegre y bondadosa, su única creación pura.

—¿Pretendes decirme con eso que tú eres malvada, Úrsula?

—No, yo no soy malvada. Pero porque te tengo a ti.

Era cierto, Athena siempre había sido para Úrsula una verdadera amiga, una hermana y no como el resto de sirenas que se dedicaban a darse empujones por ganarse el afecto del dios. Para muchas de ellas, a veces, era difícil lidiar con la doble naturaleza que había en su creación, protectoras y ejecutoras de humanos, eran dos realidades difícil de emparejar. En la mayoría de las sirenas, una de las partes dominaba sobre la otra. Algunas se habían vuelto demasiado oscuras, demasiado anhelantes de la sangre humana; otras eran demasiado confiadas y habían puesto en peligro su secreto más de una vez. Solo Athena, de todas las sirenas, parecía haber encontrado el equilibrio: era buena y compasiva, evitaba a los humanos, pero cuando el Arrecife estaba en peligro, era capaz de todo. También hubo un tiempo en el que Úrsula temió que su lado oscuro ganara la partida, no era tan fuerte como Athena, ella no sabía mantenerse equilibrada, no sabía cómo iluminar la luz que la oscuridad, los años y la soledad iban apagando. Por suerte, encontró a Athena y ella le enseñó a mantener la paz en su interior.

—Anda, vamos o se nos hará tarde. —Dijo por fin la sirena de cabellos dorados.

—Claro. Ves yendo tú Athena, te sigo en un segundo.

—Vale, pero no tardes.

La cola de Athena desapareció entre las aguas cristalinas. No quería ir a aquella celebración porque no sentía que tuviera nada que celebrar. Úrsula estaba cansada de su vida, de ser una guardiana eterna de un territorio tan amplio como los océanos. Solo quería sentir algo nuevo.

Unos ruidos tras los matorrales que bordeaban la costa la alertaron. No podía haber nadie, aquella playa tendría que estar desierta. No podía haber nadie, pero lo había. De entre aquellos espesos arbustos apareció un hombre de cabello oscuro y barba de varios días que la miraba embelesado.

—Perdón por la intrusión, señora, no he podido evitarlo.

Úrsula no sabía qué hacer ni cómo reaccionar. Una parte de ella le decía que saltara al agua, pero tampoco podía dejar allí a ese hombre que la había visto, porque era imposible que no hubiera visto su cola de más de dos metros.

—Mi nombre es Edward—Dijo el humano alzando sus manos en señal de tregua. —¿Y el vuestro?

—Úrsula.

—Úrsula —repitió él

—¿Úr...úrsula? ¿Hola? ¿Hay alguien?

Una dulce voz la sacó de sus recuerdos. Mejor, no tenía tiempo que perder en el pasado ni nada por lo que volver a recordarlo.

—¿Quién me llama?

—Mi... mi nombre es Ariel...

Y allí estaba la sirenita perdida. Su llave al tridente y para recuperar todo lo que le habían arrebatado.


Gracias por leer 

La Sirenita  (Saga Grimm II)Where stories live. Discover now