Domingo

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No estoy seguro de por qué escribo esto en papel y no en mi computadora. No es que no confíe en mi computadora, solo… necesito organizar mis ideas. Poner todos los detalles en un lugar objetivo, un lugar en donde sepa que lo que escribo no puede ser borrado o alterado… no que eso haya pasado.

Estoy comenzando a sentirme agobiado en este diminuto apartamento. Quizá ese es el problema. Sí, tenía que ir y comprar el apartamento más barato, el único en el sótano. No he salido en varios días porque he estado enfrascado en este proyecto de programación; supongo que quería acabarlo de una buena vez. Estar sentado frente a un monitor por horas puede hacer que cualquiera se sienta extraño, lo entiendo, pero no creo que sea por eso.

No estoy seguro de cuándo comencé a sentir que algo andaba mal. Ni siquiera puedo definir qué es, seguramente por no haber hablado con nadie en este tiempo; eso fue lo primero que me inquietó. Todos mis contactos con los que chateo de manera habitual por Messenger mientras programo han estado ausentes o simplemente desconectados. El último mensaje que recibí fue de un amigo diciéndome que charlaría conmigo cuando volviera de la tienda, y eso fue ayer. Lo llamaría desde mi celular pero aquí la señal es terrible.

Sí, eso es. Solo necesito llamar a alguien. Voy a salir.

Bueno, eso no se dio tan bien. A medida que mi temor se desvanece, me empiezo a sentir un poco ridículo por haberme asustado en primer lugar.

Me miré en el espejo antes de salir, pero no me afeité la barba de dos días que me ha crecido, después de todo saldría únicamente para hacer una llamada. Pero sí me cambié de camisa, ya que era hora de almorzar y supuse que me podría encontrar con algún conocido. O al menos eso era lo que quería… ojalá hubiera pasado.

Cuando salía, abrí ligeramente la puerta de mi apartamento; una sensación de ahogo evacuó mi cuerpo en ese instante, de alguna forma. Me asomé por el corredor deslucido, tan deslucido como el corredor de un sótano puede ser, apenas iluminado por un trío de lámparas de neón que no dejan de chasquear. En el otro extremo, la gran puerta metálica que lleva a la sala principal del edificio —cerrada, por supuesto— y dos máquinas expendedoras oxidadas a su lado. Estoy bastante seguro de que nadie más en el edificio sabe que esas máquinas están aquí abajo, que a mi tacaña casera sencillamente no le interesa reabastecer.

Deslicé mi puerta con suavidad y seguí el camino procurando no emitir sonido alguno. No tengo idea de por qué decidí hacer eso, pero era divertido rendirse al absurdo impulso de no perturbar el letárgico zumbido de las máquinas expendedoras, al menos por el momento. Llegué al primer descanso de escaleras y subí hasta la puerta principal del edificio. Miré por la ventanilla cuadrada de la puerta y, para mi gran sorpresa, definitivamente no era hora de almuerzo. La penumbra de la noche envolvía las calles de la ciudad y las luces de los automóviles que daban la vuelta en la intersección alumbraban desde la distancia como faroles. Nubes púrpuras y negras por el brillo de la ciudad colgaban inmóviles del firmamento. Nada se movía a excepción de los pocos abedules de la acera mecidos por el viento. Recuerdo haber temblado aunque no tenía frío, quizá por el viento de afuera; podía oírlo vagamente a través de la puerta y sabía que era ese particular tipo de viento de media noche, ese que es constante, frío y callado, salvo por la dulce melodía que provocaba cuando se abría paso entre las incalculables hojas de los árboles.

Decidí no salir. En su lugar, levanté mi celular a la altura de la ventanilla y revisé el medidor de señal. Las barritas llenaron el medidor, y sonreí. «Tiempo de escuchar la voz de alguien más», recuerdo que pensé, aliviado. Era algo tan extraño, el tenerle miedo a nada. Negué con la cabeza riéndome de mí mismo en silencio. Marqué el número de mi mejor amiga, Amanda, y acerqué el teléfono a mi oreja. Sonó una vez… y entonces se detuvo. Nada pasó. Escuché el silencio por unos veinte segundos, y colgaron. Fruncí el ceño y miré el medidor de señal; todavía lleno. Estaba marcando su número de nuevo cuando el teléfono sonó en mi mano, sacándome un buen susto. Lo pasé a mi oreja.

—¿Diga? —pregunté, reteniendo el leve choque de oír la primera voz en días, aun si se trataba de la mía. Me había acostumbrado a los sonidos regulares del edificio, de mi computadora y el de las máquinas expendedoras en el corredor. No hubo ninguna respuesta a mi saludo en un principio, pero luego, una voz se escuchó.

—¿Qué hay? —dijo claramente un joven desde el otro lado de la línea—. ¿Quién habla?

—Juan —le respondí, confundido.

—Ah, perdón, número equivocado —contestó, y colgó.

Bajé el celular lentamente y recargué mi cuerpo contra la pared. Eso fue extraño. Revisé mi registro de llamadas; el número era desconocido. Antes de que pudiera reflexionar sobre ello, el celular sonó de nuevo, asustándome una vez más. Esta vez miré el número antes de contestar, que también era desconocido. Coloqué el aparato junto a mi oído, sin decir nada. Todo lo que escuché fue el usual ruido de fondo de un celular. Entonces, una voz familiar acabó con mi tensión.

—¿Juan? —Fue la única palabra, por la voz de Amanda.

Suspiré aliviado.

—Ey, eres tú —contesté.

—¿Quién más iba a…? Ah, el número. Estoy en una fiesta en la Séptima Avenida y mi teléfono murió justo cuando me llamaste. Este es el teléfono de alguien más, naturalmente.

—Ah, bueno.

—¿Dónde estás? —me preguntó.

Paseé los ojos por los muros y su pintura descarapelada; la puerta que tenía frente, con su pequeña ventanilla.

—En la entrada de mi departamento —Suspiré—. Me sentía un poco sofocado. No sabía que era tan tarde.

—Deberías venir aquí —me dijo, riendo.

—No…, no estoy de humor para caminar solo a estas horas —dije, mirando por la ventanilla a la tranquila y airosa calle que secretamente me causaba un poco de temor—. Creo que voy a seguir trabajando o me iré a dormir.

—¡Tonterías! —contestó—. ¡Puedo ir a traerte! Tu departamento queda cerca de aquí, ¿cierto?

—¿Qué tan ebria estás? —le pregunté divertido—. Tú sabes dónde vivo.

—Ah, claro. Supongo que puedo llegar ahí caminando, ¿no?

—Puedes, si quieres desperdiciar media hora.

—Cierto —contestó—. Bueno, me tengo que ir. ¡Suerte con tu trabajo!

Bajé el teléfono de nuevo, viendo los números parpadear mientras la llamada finalizaba. El insistente zumbido de las máquinas se reprodujo en mi mente. Las dos llamadas extrañas y la vista a esa tétrica calle terminaron por encarrilarme de vuelta a mi soledad en esa vacía sala. Tal vez por haber visto tantas películas de terror tuve la súbita idea de que algo inexplicable podría asomarse por la ventanilla de la puerta y verme, alguna clase de entidad horrible que pasa orbitando los confines de la soledad, esperando el momento para arrastrarse hasta algún ser humano que se ha alejado demasiado de los de su clase. Sabía que era un miedo irracional, pero no había nadie cerca, así que… bajé las escaleras corriendo por el pasillo hasta mi cuarto y cerré la puerta tras de mí lo más velozmente que pude, procurando mantener el silencio.

Como dije, me siento un poco ridículo por haber estado asustado de nada, y el temor ya se ha desvanecido. Escribir esto me ayuda mucho, me hace darme cuenta de que nada anda mal. Filtra mis pensamientos inconclusos y miedos, dejando solo hechos concretos y objetivos: es tarde, recibí una llamada de un número equivocado y al teléfono de Amanda se le agotó la carga, por lo que me devolvió la llamada con otro teléfono. Nada extraño está pasando.

Aun así, hubo algo… inusual en esa conversación. Sé que pudo haber sido por el alcohol que había tomado… ¿o fue a ella a quien sentí extraña? O… sí, ¡eso es! No me di cuenta hasta ahora, hasta escribirlo. Sabía que hacer esto ayudaría. Ella dijo que estaba en una fiesta, ¡pero lo único que escuché de trasfondo fue silencio! Claro, eso no significa nada en particular, puesto que pudo haber ido afuera a tomar la llamada. No… eso tampoco pudo ser: ¡no escuché el rumor del viento! ¡Necesito ir a ver si el viento está soplando!

PsicosisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora