III. La perla del sur

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T.

¿Por ella? Hasta el fin del mundo.

El bosque se extendía a ambos lados del camino empedrado y formaba túneles de copas floreadas que arrancaron varios "¡ah!" y "¡wha!" de Sabina, antes de que el cansancio provocado por la caminata la enmudeciera

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El bosque se extendía a ambos lados del camino empedrado y formaba túneles de copas floreadas que arrancaron varios "¡ah!" y "¡wha!" de Sabina, antes de que el cansancio provocado por la caminata la enmudeciera. Habían visto ardillas en las ramas, conejos cruzando el camino, un venado entre los arbustos y un perro comiendo moras a la orilla del camino. Tabatha no lo reconoció, pero por el pañuelo rojo amarrado en su cuello dedujo que pertenecía a alguien.

Tras veinte minutos caminando a paso de tortuga, la finca rosa pastel entró en su campo de visión. Tal y como Tabatha recordaba, la construcción estaba flaqueada por dos árboles robustos, con el follaje más tupido que recordaba haber visto. Conforme se acercaron, los detalles de la arquitectura afrancesada se fueron haciendo visibles. La terraza techada con pilares ornamentados, frutas y cuernos de la abundancia tallados con mármol en los capiteles, arcos y balcones con herrería negra formando intrincadas figuras naturalistas.

Lucía tan inmortal e imponente como en sus recuerdos.

—¿Mamá? —Dijo Sabina abrazada a la pierna de Tabatha, su voz dulce y preocupada la sacó del trance.

Tabatha bajó la mirada y la encontró en la posición más común: con su pulgar en la boca y la otra mano jugando con sus cabellos sueltos. Sus ojitos marrón se le cerraban, y con razón, llevaba despierta desde la mañana, no durmió en todo el camino por ver a las vacas pastar a ambos lados de la carretera o por el río que serpenteaba a un lado.

—Ya casi, Sabi.

—Ya me cansé —se quejó.

Tabatha se puso a la altura de la pequeña y señaló la casa.

—¿Ves la casa rosa? —Sabina asintió con la cabeza—. Ahí vamos a vivir.

—¿En la casa rosa? —Preguntó mirando en la dirección señalada y con un deje de asombro en su voz. Parpadeó sucesivas veces sin dar crédito a lo que escuchaba.

—Sí, nena.

—¡EEEEEEHHH! —exclamó viendo la casa con los ojos bien abiertos—. ¡Es un castillo! —Tabatha rio con la ocurrencia de su hija—. ¡Vamos, mami, vamos!

Silenciosas no eran, antes de salir de la protección de la sombra de los árboles, ya había un señor atento a las visitas. Vestía unos vaqueros desgastados y una camisa de cuadros de manga larga, se protegía del sol con un sombrero de paja y sostenía unas tijeras jardineras en una de sus manos enguantadas. En la mano libre sostenía la correa de un San Bernardo que no paraba de ladrar.

—¡Mamá! ¡Un perrote! —Sabina se prendió a las piernas de su madre—. ¡Ayuda, mamá!

—Sabi... es Calixto, no hace nada —intentó caminar pero Sabina tiró de ella.

La niña de los unicornios (DU #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora