Cuando quedaban unos meses para su octavo cumpleaños, encontró un escondrijo en el que poder pintar sin que se escuchasen las continuas discusiones de sus padres acerca de cómo iban a mantener ahora a la familia si venían dos niños de golpe. Fue por estar en aquel pequeño mundo propio que, días más tarde, no se enteró de en qué momento su madre se puso repentinamente de parto. Tan grande fue el caos por la sorpresa que su progenitor, presa del agobio del momento, olvidó por completo al arrancar el coche que dejaba atrás a uno de sus hijos cuando puso camino al hospital.
Bien entrada la noche, el pequeño Keenan salió de su escondite en busca de su familia y no la encontró, sólo halló el silencio y la oscuridad como respuesta a sus asustadas llamadas. Nadie le respondió hasta que unas manos salieron de la nada y taparon su boca. Unos ladrones habían aprovechado la ausencia de los dueños de la casa y se colaron en la misma, con tan mala suerte para el niño que dieron con él. Por mucho que llamase a sus padres, éstos no acudieron a su llamada y con cada golpe que recibió de los ladrones, un terror horrible fue creciendo en su pecho, alimentado por las crueles palabras de sus atacantes que una y otra vez le repetían que lo habían abandonado, que no volverían a por él... Que estaba solo.
Pasó un día entero hasta que su padre, volviendo del hospital a por ropa para los bebés, se lo encontró lleno de moratones y sangre, llorando hasta que no le quedaron lágrimas en un mitad del salón. Se lo llevó de vuelta al hospital y allí permaneció semanas, aunque el daño psicológico perduró. Cada vez que las enfermeras se acercaban a él, empezaba a vomitar y gritaba que no le gustaba que se acercaran, pero al mismo tiempo un gran ataque de pánico se apoderaba de él cada vez que lo dejaban solo. La solución que los médicos hallaron, fue proponerles a sus padres unos psicólogos.
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