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–¿Qué pasa? –preguntó Minho a Tío de Aluminio mientras yo me quitaba las zapatillas empapadas.
Es un poco difícil describir a Tío de Aluminio, porque tiene aspecto de tipo mayor y canoso normal, salvo por el hecho de que jamás sale de su casa sin tener todo el cuerpo, de la cabeza a los pies, envuelto en papel de aluminio. Me quité como pude los calcetines casi congelados. Tenía los pies de color azul celeste. Minho me ofreció una servilleta para envolverlos mientras Tío de Aluminio intentaba darnos conversación.
–¿Cómo están los tres esta noche? –Tío de Aluminio siempre hablaba así, como si la vida fuera una película de terror y él fuera el maniaco que empuña el cuchillo. Aunque todo el mundo sabía que era inofensivo.
Nos había hecho la pregunta a los tres, aunque solo estuviera mirándome a mí.
–Veamos... –respondí–. Hemos perdido una rueda del coche y no me siento los pies.
–Se te veía muy solitario ahí fuera –dijo–. Como un héroe épico luchando contra los elementos.
–Sí. Lo que tú digas. ¿Cómo estás tú? –le pregunté por pura educación. «¿Por qué le has preguntado eso?», me reproché de inmediato. ¡Malditos modales sureños!
–Aquí estoy, disfrutando de un tazón de sopa de fideos –dijo–. Me encanta saborear un buen tazón de sopa. Luego creo que iré a dar otro paseo.
–¿No tienes frío solo con el aluminio?
¡No podía parar de hacerle preguntas!
–¿Qué aluminio? –me preguntó.
–Eeeh... –dije–. Vale.
Newt me pasó los calcetines nuevos. Me puse un par, otro encima y un tercero. Me guardé el cuarto por si necesitaba unos secos más adelante. Me costó mucho volver a calzarme las Puma, pero me sentía un hombre cuando me levanté para marcharme.
–Siempre es un placer verlos –dijo Tío de Aluminio.
–¡Ah, sí! –dije–. Feliz Navidad.
–Que los cerdos del destino te lleven volando sano y salvo a casa –respondió.
Vale. Me sentí fatal por la mujer que estaba tras el mostrador, porque se quedaba sola con él. Cuando salía, la mujer me dijo:
–¿Duque?
En ese colmado, en lugar de llamarte «señor» o «señora», los empleados tenían la costumbre de llamarte «duque» o «duquesa».
Me volví.
–¿Sí?
–No he podido evitar oír lo que decías. Lo de tu coche.
–Sí. Es una mierda.
–Escucha –dijo–. Podemos remolcarlo. Tengo una camioneta.
–¿De veras? –pregunté.
–Sí, dame un papel para que te apunte mi número.
Rebusqué en el bolsillo del abrigo y encontré un tíquet de compra.
Anotó su número de teléfono y su nombre, Mary, con letra muy redondeada.
–¡Vaya! Gracias, Mary.
–Sí. Ciento cincuenta pavos y cinco más cada kilómetro por día festivo, y por el mal tiempo y todo eso.
Hice una mueca de disgusto, pero asentí con la cabeza. Conseguir un remolque por un ojo de la cara era mejor que no contar con una grúa.

Apenas hubimos regresado a la carretera –yo caminaba por fin notándome los dedos de los pies–, cuando Minho se acercó a mí patinando.
–Sinceramente –dijo–, el hecho de que Tío de Aluminio tenga... no sé... unos cuarenta años y siga vivo me hace albergar la esperanza de que yo disfrutaré de una vida adulta razonablemente exitosa.
–Sí –respondí simplemente.
Newt iba caminando por delante de nosotros engullendo Cheetos.
–Viejo –me soltó Minho–, ¿estás mirándole el culo a Newt?
–¿Cómo? No –y en cuanto solté aquella mentira me di cuenta de que sí estaba mirándolo por detrás, aunque no exactamente al culo.
Newt se volvió.
–¿De qué están hablando?
–¡De tu culo! –gritó Minho contra el viento.
Él rió.
–Ya sé que sueñas con él cuando estás solo por las noches, Minho.
Newt frenó un poco y lo alcanzamos.
–Sinceramente, Newt –dijo Minho y lo rodeó con un brazo–, espero no ofenderte, pero si alguna vez tengo un sueño erótico contigo, tendría que localizar mi subconsciente, arrancármelo de cuajo y acabar con él a palos.
Newt le dio la réplica con su característico aplomo.
–No me ofende lo más mínimo. Si no lo consiguieras, tendría que hacerlo yo por ti –y luego se volvió y me miró.
Supuse que quería ver si estaba riéndome, y sí que lo hacía, pero por lo bajo.
Habíamos llegado a Governor's Park, donde se encontraba el parque infantil más grande de toda la ciudad, cuando, a lo lejos, oí el ruido de un motor, muy alto y potente. Por un instante creí que podía tratarse de los gemelos, pero me volví cuando el coche pasó por debajo de una farola y vi las luces del techo.
–La poli –dije enseguida, y salí disparado para entrar en el parque.
Minho y Newt también salieron corriendo de la calzada. Nos agachamos para ocultarnos tras un montículo de nieve, casi metidos en su interior, mientras el poli pasaba lentamente con su coche patrulla junto a nosotros y barría todo el parque con un foco reflector.
Cuando ya había desaparecido se me ocurrió decir:
–Podría habernos llevado en coche.
–Sí, a la cárcel –dijo Minho.
–No estamos cometiendo ningún delito –aclaré.
Minho lo rumió durante un rato. Estar en la calle a las dos y media de la madrugada del día de Navidad parecía algo sospechoso, lo cual no quería decir que realmente lo fuera.
–No seas caraculo –soltó al final.
Vale, tenía razón. Hice lo menos típico de un caraculo que se me ocurrió: avanzar unos pasos por la nieve, que me llegaba a las pantorrillas, para alejarme de la calzada y adentrarme en Governor's Park. Una vez en el parque, me dejé caer de espaldas con los brazos abiertos, convencido de que la nieve me acogería con su grosor y su tersura. Me quedé tumbado durante un instante dibujando un ángel en el suelo. Newt se dejó caer de bruces. Minho, en cambio, cogió carrerilla, se tiró de cabeza a la nieve y cayó de lado, sin dejar de abrazar con fuerza el Enredos. Se levantó y se colocó junto a la silueta dibujada por su cuerpo y dijo:
–¡La silueta de un cadáver en una investigación de asesinato!
–¿Cómo ha sido? –pregunté, siguiendo la broma.
–Alguien intentó robarle el Enredos y murió de forma heroica defendiéndolo –respondió Minho.
Borré mi ángel e hice otro, pero esta vez usé los guantes para ponerle cuernos.
–¡Un demonio de nieve! –gritó Newt, pletórico.
Con toda aquella nieve rodeándonos me sentía como un niño pequeño en uno de esos paseos flotantes por un castillo hinchable; no podía hacerme daño aunque me cayera. Nada podía lastimarme.
Newt corrió hacia mí, con un hombro hacia abajo y la cabeza gacha, y arremetió contra mi torso para derribarme. Caímos juntos al suelo y empecé a rodar sobre él, con su cara tan pegada a la mía que nuestros alientos helados se entremezclaron. Sentí todo su peso sobre mí y se me hizo un nudo en el estómago cuando me sonrió. Hubo una milésima de segundo en la que podría haber salido de debajo de él, pero no lo hice. Al final, Newt me empujó, se levantó y se sacudió la nieve del abrigo sobre mi cuerpo inmóvil y orientado boca arriba.
Nos levantamos, regresamos dando grandes zancadas a la carretera y seguimos nuestro recorrido.
Estaba más mojado y tenía más frío que en toda la noche, pero nos quedaba solo un kilómetro y medio hasta la autopista; desde allí, recorreríamos una carretera corta y estaríamos en la Waffle House.
Empezamos caminando juntos, Newt iba hablando sobre el cuidado que yo debía tener con la congelación y yo le hablé de hasta dónde sería capaz de llegar para conseguir que él volviera a reunirse con su novio el grasiento. Newt me dio una patada en la espinilla y Minho nos llamó «caraculo» a ambos. Sin embargo, al cabo de un rato, la carretera volvió a cubrirse de nieve y empecé a caminar sobre la huella recién hecha por una rueda que supuse era la del coche patrulla. Minho iba caminando por la huella de uno de los neumáticos, y yo por otra; Newt se encontraba a unos metros por delante de nosotros.
–Thomas –me dijo Minho de pronto. Levanté la vista y vi que lo tenía justo a mi lado, levantando mucho los pies para avanzar por la nieve–. No es que me parezca mal, pero creo que te gusta Newt.

Un milagro en Navidad|Newtmas+MinhoWhere stories live. Discover now