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Newt y Minho hicieron unos tiempos magníficos en su recorrido de la calle; aunque no corrían, sí caminaban deprisa. Yo tenía los pies congelados y estaba cansado por haber llevado a Newt, por eso me quedé un poco rezagado. Sin embargo, el viento, que no paraba de soplar, me permitía oír su conversación, aunque ellos no pudieran oír nada de lo que yo decía.
Newt estaba diciendo (otra vez) que lo que hacían las animadoras no era un deporte. Como respuesta, Minho lo señaló con el dedo y lo miró con seriedad negando con la cabeza.
–No quiero oír otro comentario negativo más sobre las animadoras. De no ser por ellas, ¿quién nos indicaría cuándo estar contentos o no durante los eventos deportivos? De no ser por las animadoras, ¿cómo harían las chicas más guapas de Estados Unidos el ejercicio necesario para mantenerse saludables?
Avancé como pude para ponerme a su altura y meter baza aunque fuera con una frase.
–Además, sin las animadoras, ¿qué sería de la industria de las minifaldas de poliéster? –pregunté. El simple hecho de poder hablar hacía que la caminata no fuera tan dura y que el azote del viento no resultara tan desagradable.
–Exacto –dijo Minho mientras se limpiaba la nariz con la manga del pijama de mi padre–. Por no hablar de la industria de los pompones. ¿Te das cuenta de cuánta gente tiene un puesto de trabajo gracias a la fabricación, distribución y venta de pompones?
–¿Veinte? –aventuró Newt.
–¡Miles! –respondió Minho–. ¡El mundo debe de contener millones de pompones, adheridos a las manos de millones de animadoras! Y si está mal desear que esos millones de animadoras froten sus pompones en mi torso desnudo, pues entonces no me interesa tener razón, Newt. No me interesa tener razón.
–Eres un payaso sin remedio –dijo Newt–. Y también un genio.
Me quedé por detrás de ellos, pero caminaba todo lo rápido que podía. Mis amigos, ni payasos molestos, ni genios pedantes. Era siempre un placer escuchar a Minho haciendo gala de su ingenio y escuchar a Newt dándole la réplica. Tardamos quince minutos en dar el rodeo para regresar hasta Carla por un camino que nos evitara el paso por Sunrise (y el encuentro con los gemelos, o eso esperábamos). Entré en el coche por el maletero y cogí el Enredos. Luego saltamos una cadena que limitaba una propiedad y atravesamos el patio trasero de una casa para ir en línea recta hacia el oeste, en dirección a la autopista. Supusimos que los gemelos cogerían el camino por el que habíamos ido nosotros la primera vez.
Ese camino era más corto, pero todos estuvimos de acuerdo en que no habíamos visto que ni Will ni Tim llevaran un Enredos en las manos, así que no nos importaba que llegaran antes que nosotros.

Caminamos en silencio durante largo rato mientras íbamos dejando atrás casas de madera con las luces apagadas, y yo llevaba el Enredos sobre la cabeza para evitar que me cayera mucha nieve en la cara. Los fríos copos habían formado grandes montones que llegaban hasta los pomos de las puertas a un lado de la calle, y pensé en lo mucho que una nevada transformaba el paisaje. Siempre había vivido en aquel sitio. Había paseado y conducido por el vecindario miles de veces. Recordaba aquella ocasión en que todos los árboles murieron por una plaga y cuando plantaron los nuevos a lo largo de toda la calle. Mirando por encima de las cercas, veía una manzana más allá de la calle principal y sabía que era incluso mejor: conocía todas las galerías de artesanía típica para turistas, todas las tiendas abiertas a la calle que vendían aquellas botas de senderismo que hubiera deseado llevar en ese preciso instante.
Sin embargo, con la nieve, todo parecía nuevo, todo estaba cubierto por una capa tan blanca y prístina que no resultaba amenazador. No había ni calles ni aceras bajo mis pies, no había bocas de incendios. No había nada que no fuera el blanco omnipresente, como si todo el lugar estuviera envuelto en ese color, listo para regalo. No solo se veía distinto, también olía distinto. En el ambiente se percibían el frío intenso y la húmeda acritud de la nieve. Y ese silencio espeluznante... Sólo se oía el ritmo constante de nuestras pisadas aplastando la nieve. Perdido en esa blancura, ni siquiera oía lo que estaban diciendo Minho y Newt apenas unos metros por delante de mí.
Me habría convencido del todo de que éramos los últimos supervivientes de Carolina del Norte de no haber visto las intensas luces del colmado Duque y Duquesa al doblar por la Tercera y adentrarnos en Maple.
Mientras nos acercábamos, me di cuenta de que Minho empezaba a frenar para situarse a mi altura.
–¿Qué pasa? –dije.
–Oye, ¿estás bien? –me preguntó. Se acercó, me quitó el Enredos y se lo metió bajo el brazo.
–Esto... ¿Sí?
–Es que vas caminando como... No sé. Como si no tuvieras ni tobillos ni rodillas.
Miré hacia abajo y era verdad, sí que estaba caminando de forma muy rara, con las piernas muy separadas y como giradas, y las rodillas dobladas. Parecía un vaquero tras haber montado a caballo durante horas.
–Sí... –dije contemplando mis curiosos andares–. Hummm... Me parece que tengo los pies congelados.
–¡Parada rápida de emergencia! –gritó Minho–. ¡Tenemos un posible caso de congelación!
Negué con la cabeza, en realidad me encontraba bien, pero Newt se volvió, me vio caminando y dijo:
–¡Al Duque y Duquesa!
Ellos echaron a correr y yo seguí caminando como un pato. Llegaron al colmado mucho antes que yo, y cuando por fin entré, Newt ya estaba en el mostrador, pagando un paquete de cuatro pares de calcetines blancos de algodón.
No éramos los únicos clientes. Mientras me acomodaba en el compartimiento de la diminuta cafetería del colmado, miré hacia el asiento del fondo: allí, con una taza humeante delante, estaba sentado Tío de Aluminio.

Un milagro en Navidad|Newtmas+MinhoWhere stories live. Discover now