1. LA POSADA DE «EL PEREGRINO COJO»

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Llamaron la atención desde el momento en que entraron.

Eran dos figuras antagónicas: un gigante y un niño. El primero de ellos era sucio y musculoso. Estaba cubierto por entero con una capa de pieles animales y un kilt de cuero viejo, pero tenía el pecho al descubierto y en este, un medallón de origen antiguo. Sin duda, la maltratada cabeza del oso blanco que coronaba su revoltosa melena, su piel cetrina y endurecida por el paso del tiempo y sus rasgos hoscos llenos de cicatrices y tatuajes, eran signo inequívoco de su procedencia: los Territorios Límite, en los continentes del norte del Exilio.

El segundo era bastante parecido, pero demasiado joven como para haber completado del todo su desarrollo físico. Tenía una musculatura más flexible y los rasgos suavizados tan típicos de la edad. A duras penas llegaba a la altura de la cadera del primero, aunque no por ello resultaba menos temible: su cabeza estaba investida con la testa de un lobo huargo, poseía heridas similares a su contraparte adulta, y su cabellera y ojos brillaban al son de las velas con una tonalidad escarlata.

Todos los lugareños resguardados en «El Peregrino Cojo» se giraban en la dirección de los extranjeros a medida que pasaban a su lado, pero apartaban la vista cuando ellos les devolvían una mirada que evocaba al salvajismo. Después, perdieron todo el interés y siguieron con sus asuntos mundanos: bebiendo, apostando, riendo y parloteando sobre cualquier noticia local que estuviera en boga en aquellos días. El gigante se acercó a la barra seguido del muchacho. Dirigiéndose al dueño del local, y revelando una voz profunda e intimidante, dijo:

—Tabernero, necesito información: ¿cual es el nombre de esta ciudad?

El hombre tragó algo de saliva antes de contestar:

—Habéis llegado a Deki-mos, condado aislado que pertenece a su majestad Numadis III, rey de la Fortaleza Hendida.

El norteño reflexionó durante unos segundos; eso estaba situado en el continente de Olympia, al suroeste. Suspiró, no eran buenas noticias. Se habían desviado demasiado del camino. Ya nada podía hacerse; la noche los había alcanzado y una neblina espesa hacía inviable el volver sobre sus pasos. Era peligroso, el resguardo perfecto para bandidos, asaltadores de caminos y fieras salvajes.

—Una habitación para los dos, de inmediato.

—¿Cuánto tiempo se quedarán?

—Sólo una noche. Al alba, partiremos.

El dueño tardó unos segundos en formular la siguiente pregunta:

—Y... ¿cómo piensan pagar?

El norteño se dirigió al chico. A su llamada, el muchacho extrajo de su zurrón tres liebres y las colocó sobre la barra. Era una adulta y dos crías.

—Te daremos la más grande —informó el gigante—. Las otras dos las cocinarás para nosotros.

Satisfecho, el tabernero asintió. Eran piezas excelentes, muy difíciles de conseguir en aquella temporada. Sin duda, ambos eran cazadores expertos.

—¿Queréis algo más?

—Sí, dos jarras grandes de hidromiel —añadió, dejando caer tres pequeñas monedas de cobre encima de la mesa—. Que sean recientes.

En respuesta asintió mientras arrastraba con su manaza los tres viejos trozos de metal y esbozaba una mueca desdentada. No se atrevía a discutirle que le faltaba por pagar una pieza más de cobre. Luego se dirigió a uno de los barriles para servir a sus clientes aquello que habían solicitado...

***

Mientras esta escena acontecía, en una mesa cercana a la entrada había una notable guarnición de soldados que no despegaban sus ojos de ellos dos. Uno de estos, el que poseía una capa roja que lo identificaba con mayor rango, se fijaba constantemente en el cartel de «Se busca» que tenía entre sus manos y en los dos extranjeros, comparándolos con escrutinio. Otro de los soldados se le acercó al oído.

LA BRUJA Y EL ENJAMBREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora