III

115 13 4
                                    

11 de mayo de 2009

No pasé una buena noche. Era esa sensación de haber dormido demasiado pero no suficiente. Sabía que lo que me hacía falta era salir un rato y pasear un poco. Ir al exterior. Me dolía el cuerpo y por dentro me sentía dormido. Todavía. También un poco vacío. Me quedé mirando el amanecer con los ojos extraviados y estaba seguro de que, si tocaba alguna parte de mi cuerpo, sonaría hueco. Antes de atravesar la puerta, me quedé unos segundos esperando que algo pasara por mi mente, pero lo único que pude y que sabía que sería capaz de expresar si tuviera la voluntad de hacerlo, era que yo te dolía. Transcurrían esos minutos todavía en los que aún no somos ni capaces de formar un pensamiento coherente, pero se instaló esa verdad en mí como cae un vaso de agua fría de lleno en el rostro de uno. Así fue como encontré la razón de lo que estoy haciendo, pero hoy no quiero hablar de eso.

Yo no sabía en verdad lo que significaba estar incompleto hasta ese momento.

Salí de casa apresurado intentando encontrarte en cualquier lugar, y creo que, en efecto, estabas en todos lados, pero no era capaz de verte. Las pocas personas que veía parecían tan aturdidas como yo, pero ofreciendo una mejor apariencia para no espantar a los transeúntes.

Si los veías sin prestar demasiada atención, veías a familias comunes, normales, que siguen sus rutinas con cierta religiosidad. Si mirabas más profundo, en sus gestos, sus expresiones, sabías que faltaba algo. Un poco más de amor, de atención. Ellos parecían tan habituados a todo lo que poseían. ¡Y cuánto poseían! ¿Cómo no eran capaces de verlo? Creo que es un error muy común en los humanos darlo todo por sentado, acostumbrarse demasiado pronto a las cosas que obtenemos pese a que no las merecemos. A lo que se nos da porque somos amados aunque eso para nosotros no cuente porque, al parecer, vale más lo que obtenemos con el sudor de nuestra frente. ¿Es que acaso nunca seremos agradecidos con el amor que se nos da ni aunque sepamos que es tan difícil, que intentar obtenerlo nosotros mismos resultaría ridículo?

Perdóname. Creo que ahora puedo entenderlo. Daba por supuesto que me querías cada momento al levantarme, que había olvidado por completo que merecías más que un pensamiento fugaz. No era suficiente un gracias por quererme, no bastaba con sonreírte porque, al fin y al cabo, ¿qué somos sino poco más que polvo?

Seguía caminando mirando el suelo de vez en cuando, cuando resultaba insoportable el dolor impreso en las expresiones de las personas que pasaban a mi lado. Era un dolor que traspasaba como dagas porque se disfrazaba de sonrisas imperturbables, de oídos que no querían escuchar. Entre los miles que vi, solo unos pocos parecían auténticamente felices. Y yo tuve a bien ocultar mi desdichado rostro de su vista. No quería contagiarles mi actitud a tan buenas personas. Buenas, lo bastante para tomarse un tiempo de sus vidas para hacer feliz a alguien más, sin ocuparse demasiado en sus problemas. No quería que me leyesen el rostro. Sentía que me delataría con un suspiro, una mirada. Había pasado de ser el hombre más dichoso del mundo a no tener más que la existencia y poco más. Y me sentía culpable. La condena se cernía sobre mí y eso me hacía mal porque tú también decías que eso no valía la pena. Hoy necesitaba que me lo dijeras, pero tampoco te fui a buscar.

EspacioWhere stories live. Discover now