MÍRAME ALICE

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ALICE

El pastor Gabriel, padre de mi mejor amigo Eddie, solía dejarnos su camioneta para ir a la escuela o escapar por un helado cuando la presión de ser adolescentes nos superaba. Quien se crea que tener diecisiete años no es un peso sobre tus hombros se las verá conmigo. Las hormonas son solo la punta del iceberg. Eres un desastre andante, más si eres del tipo de persona que solía ser yo.

O que aún soy, a quién quiero engañar.

Tus propios pies son un peligro, das dos pasos y estás en busca de algo a lo que aferrarte ante de irte de bruces contra el piso. Ah, así que te sientes identificada. Somos un gran grupo de chicas piernas de lana, no tienes de qué avergonzarte.

Por aquella época, no existía sensación más liberadora que conducir con el volumen de la música alto y las ventanillas bajas permitiendo al viento alborotar mi corto cabello. Era una delicia, sin importar la hora. Aunque prefiero el atardecer, una salida a medianoche obraba mejor su magia. Te hacía sentir clandestino, como si tuvieses un gran destino esperándote a la vuelta de la esquina. Algo más grande que estudiar para tus exámenes y rellenar aplicaciones para la universidad.

Sin duda alguna ese destino no incluía chocar de frente contra otro carro.

El golpe fue estremecedor, me sacudió por dentro, mi cabeza dio una vuelta completa antes de pegarse contra el apoyo. Eddie, que no estaba mucho mejor a mi lado, llevó sus manos al volante para mirarme con sus ojos chocolate abiertos de par en par detrás de sus gafas de montura cuadrada.

—¿Estás bien? —consultó colocando su mano temblorosa sobre la mía.

Asentí probando los músculos de mi cuello. Dios bendito, funcionaban como se suponía que lo hicieran.

—Sí, descuida. Ese auto salió de la nada, ¿crees que esté bien?

Del otro coche no podíamos ver al conductor, por lo que nos bajamos con cautela, asegurándonos de que la camioneta se encontraba en condiciones aceptables. Uno de los focos se había hecho añicos y la pintura tenía pequeños raspones. Calculamos que podríamos cubrir con nuestras mesadas los daños de ser necesario y seguro que lo sería. A Eddie y a mí nos criaban bajo reglas similares; si armas un lío, te encargas de limpiarlo.

El otro automóvil, sin embargo, se llevó la peor parte. El parachoques colgaba de un lado y le brotaba humo del capó. La puerta del conductor fue abierta y lo que solo se podía describir como un mini gigante en traje de camuflaje salió del coche.

—¡Carajo, niños! ¿están bien? —Habló con voz atronadora. Moviéndose a la luz noté que no era un gigante, era un chico, un soldado poco mayor que nosotros. Su contextura lo hacía lucir amedrentador en su uniforme, pero el gesto cálido en sus rasgos faciales nos dijo todo lo contrario. La mano de Eddie se aferró a la mía, dándole un apretón.

—Todo bien amigo, lo siento, no te vi venir.

El chico negó. Su cabello corto y arenoso, de ese modo particular que llevan todos aquellos que sirven al país. Llevó una mano del doble del tamaño que las mías para pasarla por su rapada cabeza, mientras se paseaba mirando los daños tras el impacto. Lo escuché dejar salir un par de groserías del tipo no reproducibles.

—Estaba sumido en mis pensamientos, ha sido mi culpa. —dijo. —Puedo arreglar tu coche, tengo un taller, no tienes que preocuparte de ello, ¿es tuyo? —Aventuró una mirada a Eddie midiéndolo de pies a cabeza. —¿O de tu padre tal vez? No parece que tengas siquiera la edad para conducir, ¿son legales, niños?

Ahí estaba otra vez eso de niños.

—Tenemos diecisiete años, ciertamente no somos unos niños. —Eddie informó por ambos alzando su barbilla.

Fin del juego AmandaWhere stories live. Discover now