La mina de los 100 cadáveres - Capítulo VI (6)

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En el fondo de un agujero profundo...

Un calor intenso, impropio del lugar y de las condiciones meteorológicas, recorrió el cuerpo de Cintia hasta que creyó que su piel ardía en llamas. Abrió los ojos de golpe y se enfrentó a la oscuridad que únicamente estaba cortada por un tubo de luz proveniente del boquete en el que cayó. Un extraño olor a azufre hizo que se sintiera extraña y le entraron ganas de vomitar. El cuerpo le dolía y eso era una buena señal. Se sentía viva. Comprobó que no se había roto hueso alguno, se movió lentamente y se incorporó como pudo. Miró a su alrededor, pero no conseguía ver nada. Los oídos le pitaban y no oía los constantes gritos de sus compañeros que procedían del agujero.

Estoy en la mina, pensó Cintia.

La chaqueta de plumas le pesaba, la gorra le apretaba la cabeza y la bufanda la asfixiaba. Se puso en cuclillas y estiró los brazos. Buscó el suelo y cuando se cercioró que no había nada peligroso, se levantó y siguió escrutando el vacío en busca de paredes u otros obstáculos. Arrastraba la punta de los pies marcando semicírculos para no tropezar y durante todo ese rato, que le parecía una eternidad, luchaba con la sensación de pánico que estaba a punto de poseerla.

¿Cómo demonios he llegado tan lejos? El agujero desde donde caí debería estar por encima de mí, pensaba mientras se acercaba a la luz.

Poco a poco comenzó a escuchar las voces de sus compañeros y contestó:

—¡Estoy bien! Echadme una cuerda para que me ate.

—¡Ahora mismo! —contestó Michelle.

El calor se hacía cada vez más intenso, como si estuviese en el centro de un incendio. Al asqueroso olor a azufre se sumaba una extraña peste a carbón quemado y a piel de cerdo chamuscada. Cintia creía que su cuerpo estaba reaccionando a los golpes recibidos por la caída y no se veía con fuerzas para cuestionarse lo que sentía. Se acercó a la luz que invadía la oscuridad y esperó a que Michelle le echase una cuerda para poder atársela a la cintura y salir de aquel lugar.

No la dejéis escapar...

Que se quede con nosotros...

Cogedla...

Los susurros que deambulaban por el fondo de los túneles eran imperceptibles para los doloridos oídos de Cintia. Uno de ellos se acercó a su espalda evitando la luz. El suave y gélido aliento del ente desconocido, que engarrotó instantáneamente las entrañas de la dolorida mujer, se asomó con timidez. Ella sabía que algo no marchaba bien. Miró a su alrededor y no vio nada. Agarró la cuerda, anudó una soga y la apretó alrededor de la cintura. El ente se asustó. Su pálido rostro, acariciado por los restos de luz, cambiaba como una mancha de colores aceitosos diluidos en un barreño de agua. El rojo vivo de los músculos y la sangre se sobreponía al tono amarillento de la piel muerta que se difuminaba entre manchas de carbón y quemaduras que aún rebosaban de trozos calcinados y pus.

¡Aaaaaaahhhhhhhh...!

—¿Qué has dicho, Cintia? —preguntó Michelle.

—¡Nada!

—Creí que estabas gritando.

—No... no... no he gritado.

—Será el eco.

—Puede ser. Ya estoy lista... sacadme de aquí.

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