El Gran Roble.

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El anciano druida tenía un aspecto formidable con las astas que surgían de su tocado y las pieles ceremoniales que le caían desde los hombros hasta las botas. Ante él se erguía el enorme árbol; sus ramas ocultaban el gris y turbio cielo hasta a unos cien metros, y su tronco era tan ancho que harían falta 10 hombres cogidos de la mano para rodearlo. En él, se encontraba tallado el rostro de la Madre a la altura de los ojos del druida.

—Mi manada ha tirado de tus viejos huesos con el trineo a través de la nieve durante todos estos días —gruñó Fortress—. ¿Por qué no has abierto aún la puerta del árbol? ¿Has olvidado cómo hacerlo?

—Paciencia, viejo sabueso. Está desconcertada y debemos apaciguarla.

—Llevas muchas estaciones sin apaciguar a una mujer —gruñó Fortress.

El rostro del druida se arrugó con una sonrisa. —Hay un dicho entre los humanos: la doncella necesita una mirada fuerte, pero la madre un estómago hambriento —Cavó en la base del árbol, a través de la nieve, y sacó un puñado de bellotas verdes. Rompió las cáscaras con su báculo y mordisqueó el amargo fruto—. Veamos qué alimento tiene la Madre para nosotros —dijo, ofreciéndole uno a Fortress.

Esperaron en silencio, uno al lado del otro. Aunque los esperaba, los consiguientes retortijones en el estómago lo hicieron doblarse de dolor. Se apoyó contra el tronco del árbol mientras la cabeza le daba vueltas. Se le nubló la vista. El mundo oscureció y desapareció. Fortress también luchaba contra la enfermedad que amenazaba con apoderarse de él. Los sentidos se escapaban como las gotas de agua de una estalactita hasta que su espíritu comenzó a flotar, espectante.

—¿Por qué ha venido un niño tan lejos de su hogar?

La voz provenía del árbol. El druida buscó el rostro de la Madre y lo encontró mucho más arriba de él; sus ojos severos miraban hacia abajo.

—Vengo a suplicar paso al otro lado del mundo, Madre —contestó, y su voz era aguda y quebrada. Tenía un aspecto absurdo con las pieles ceremoniales, que ahora le quedaban tan grandes que lo cubrían por completo. Su barba había desaparecido. Incluso las astas de ciervo de su tocado habían empequeñecido como los de un cervatillo. Donde antes se había alzado el formidable druida, Fortress veía a un niño.

Unas ramas emergieron del tronco para tocar el rostro del niño. —Llevo mucho tiempo sin abrazar a uno de mis hijos —canturreó la voz de dentro del árbol—. Tus compañeros pueden pasar, pero tú permanecerás conmigo.

—¡No! —Fortress intentó arremeter pero parecía que estuviera sumergido en lodo.

El niño abrió los brazos para darle un abrazo al lobo gigante y enterró su rostro en el peludo cuello de Fortress mientras le acariciaba el hocico y las orejas. —Adelante, viejo sabueso. Es la única forma —Entonces, dejó caer su cuerpo en el abrazo de las ramas.

Uno de los lobos gimoteó, y otro le siguió. Fortress se alejó de su viejo amigo. —Clamad al espíritu de nuestro compañero de manada caído —ordenó, y estiró el cuello hacia la luna y soltó un afligido aullido. Los demás le siguieron: las canciones lobunas resonaron una tras otra mientras la Madre abrazaba al druida, rodeándolo con sus ramas hasta que quedó sujeto al tronco.

La manada observó cómo el rostro de la Madre se convertía en un amplio hueco. Un denso y húmedo olor escapaba de él, convirtiendo el gélido aire en vapor. Fortress se acercó olisqueando, vacilante. Dentro, una escalera de caracol de madera se sumergía en la profunda oscuridad.

Continuará...

Fortress y Rona lore.Where stories live. Discover now