Capítulo 1

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El monasterio Bizet, conocido por la difícil ubicación entre el bosque, muy al norte de cualquier pueblo en Europa, albergaba a cuarenta y dos monjes, que diario cumplían sus servicios; algunos en el pueblo, algunos en las cocinas, otros en el aseo, otros sólo orando por las almas de todos en el mundo. Su ocupación era fácil, de cierto modo, su mayor preocupación era la escases de comida y salud para el pueblo. ¿Qué otro problema puede tener alguien que está bajo el cuidado de Dios mismo? Alguien que se entrega en cuerpo y alma a él a ciegas, sólo sabiendo que está arriba, viéndolos a todos hacer actos buenos y bondadosos para el prójimo.

Con sus altas y frías paredes blancas sólo llenadas por la antorcha que apenas si alumbraba en la noche, con sus altos techos y pequeñas ventanas. Con crucifijos en donde quiera que dirigieras la mirada. La única luz cálida que entraba en todo el lugar era a media tarde, cuando el sol se estaba ocultando, pero ellos por desgracia no la podían observar, ya que las reglas eran tan meticulosas que los obligaban a cenar a la misma hora del hermoso resplandor dorado, privándolos de los rayos que daban directo a un Cristo, logrando una luz amarilla, rosa y naranja, demasiado extraña y bendita como para ser vista por ellos.

Todo ahí era, de cierta forma, frío, solitario... ¿Y qué más se esperaba de un monasterio, donde la vida era así? Se consumían todos poco a poco, con reglas, con oraciones, con agradecimientos hacia Dios, con pocas palabras. Era emocionante cuando encontraban una araña que se había desenmascarado de su escondite, o cuando un alacrán entraba, incluso cuando una mariposa se filtraba por una pequeña y diminuta ventana era interesante. Pero no se podían quejar, jamás, porque era faltarle el respeto no sólo a las personas que trabajaban con ellos, sino también a la única persona que sería su salvación hasta la muerte y después de ella. Vivían para seguir el mandato de la Biblia y morirían siguiéndolo. Así era esto. Entraban entre los ocho y catorce años a algún convento o monasterio para ya no salir de ahí a menos que fuera para ir al pueblo más cercano y hablar acerca de lo grande que es Dios y tratar de ayudar.

Las noches eran frías, eran incómodas en la cama de piedra para los nuevos que poco a poco se iban ganando un rango hasta tener una habitación más grande, más cómoda, con una cama acolchada y sábanas calientes. En los días, el clima no cambiaba mucho, ni aunque el sol brillara y fuera un día "caluroso" ya que en aquel lugar no había climas tan buenos para los amantes al calor extremo, ni para cualquier tipo de calor. Rezaban, comían, trabajaban dentro, comían, rezaban, dormían. Un constante círculo, del que no pueden salir.

La descripción de un monasterio en la espesura del bosque es algo que lleva demasiado tiempo, y es por eso que Louis no supo en qué pensar cuando vio por primera vez aquella hermosa construcción. Sus brillantes ojos se dirigían de un lugar a otro, desde los últimos cantos del día de los pájaros, hasta la grande y blanca capilla que se veía a lo lejos. Todo era monumental, bien pudo haber hecho sólo un libro acerca de cómo el viento lo acariciaba y sería todo un éxito. Una bienvenida controlada por parte de dos monjes con un rango o dos más arriba del suyo, un pequeño paseo por los jardines, por los pasillos, por la capilla que tanto había llamado su atención y ya estaba en su habitación asignada. Los horarios de aquí no cambiaban en absoluto a los del monasterio de donde venía, así que por eso no tenía que preocuparse, su reloj biológico estaba demás acostumbrado a madrugar y a dormir temprano. ¿Qué podría ser diferente aquí? Quizá el sol salía media hora antes, pero con unas semanas se acostumbraría.

Desempacó sus pocos objetos personales: sus notas, su Biblia, una foto de sus padres y su ropa. No necesitaba más, y tampoco quería más. Él por ahora sólo quería tomar la merienda. El viaje había sido cansado, agotador, y a pesar de eso, le quedaban fuerzas para dar un paseo. Eso definitivamente le quitaría lo entumido de estar casi cinco horas sentado viajando. Al terminar de arreglar su habitación, salió, memorizando todos los corredores nuevos e iguales que había en Bizet. Pensó en lo fácil que sería perderse y en lo vergonzoso que sería admitirlo. Caminó dando pasos largos, llevando la cuenta de: dos a la izquierda y está la cocina, unas escalenas de quince escalones y hay más habitaciones, paso los baños de arriba y está un corredor largo que da al salón principal, saliendo hay más escalenas que dan al jardín donde cultivan los alimentos... Y ahí se maravilló por décima vez desde que llegó. El jardín era enorme, verde, con colores llamativos de las verduras que crecían de la tierra que olía a lluvia, y a lo lejos estaba el granero, con árboles rodeando toda el área. De los árboles colgaba fruta que se veía tan apetecible... Sin poder contenerse, decidió arrancar unas cuantas peras del primer peral que vio. Estaban tan verdes, y el verde era su color favorito, por eso había querido siempre estar en la huerta, trabajando con la tierra y el pasto, pero la suerte le dijo con tono seco, cortante: no, tú vas a estar en la cocina, vas a ser el encargado de hacer el pan. Y no le quedó de otra más que agradecer todos los días porque él hacía el pan, y le quedaba bueno a pesar de todo.

En Nombre de DiosWhere stories live. Discover now