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Para Callista Pettifer el día la sumía en más peligros que la mismísima noche en The Noose, y aunque muchos decían con frenesí que la ciudad era un peligro nocturno sin reparo, dadas a todas las misteriosas muertes que sucumbían en las frías calle...

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Para Callista Pettifer el día la sumía en más peligros que la mismísima noche en The Noose, y aunque muchos decían con frenesí que la ciudad era un peligro nocturno sin reparo, dadas a todas las misteriosas muertes que sucumbían en las frías calles, nada la haría cambiar de opinión. Como mucama del hotel más codiciado por los escasos famosos que se atrevían a visitar la ciudad, todo era un problema... Tantas reglas vanas que acatar... nadie duraba más de un mes trabajando, a excepción de los menesterosos que realmente necesitaban el dinero. Callista era una de ellas. Una deuda universitaria era la cruz que cargaba sobre sus hombros, junto con los costosos remedios para su salud. No obstante, Callista Pettifer siempre buscaba el lado bueno de las cosas; siempre callada y disciplinada, mas optimista como nadie podría serlo dentro de la condición devastadora que sobrellevaba.

Quizás por eso cuando el terror acechó en la medianoche y tres hombres hicieron su aparición fuera del hotel, se convenció de que nada podría pasarle. Pero el falso optimismo del que se convencía mientras con presurosos pasos caminaba hacia la casa que arrendaba, le jugó una mala pasada. Allí estaban, sumidos en una atmósfera escalofriante y desgarradoramente perturbadora, los tres hombres siguiéndola a unos metros. Nunca creyó ser la víctima de una penuria nocturna, nunca se cruzó que le tocaría a ella. Demasiadas tragedias le ocurrían de día como para que su dichosa vida llena de males colmara en la que entonces corría.

Sus pasos se hicieron más fuertes y sonoros en medio de la calle, donde ni siquiera la iluminación estaba a su favor. Su pecho subía y bajaba a una velocidad poco común. Intentó tranquilizarse y convencerse una vez más de que aquellos hombres que la acechaban no eran reales, que los imaginó como lo hizo muchas veces con su viejo novio fallecido. Que el exceso de trabajo la tenía agotada y que, como a todo ser humano, esto provocaba alucinaciones. Los había visto antes, los había visto esfumarse, disolverse como humo.

"Debe ser una alucinación otra vez" pensó, hasta que uno de ellos tarareó.

No dejó lugar para segundos pensamientos cuando comenzó a correr hacia ningún lado. No podía ir a su casa, ni a la de un conocido. No podía volver al trabajo o perderse entre las sombras tenebrosas de la noche, lo tenebroso la estaba acechando y cualquier paso en falso sería nefasto.

Fue entonces que la mansión abandonada se presentó ante sus pardos ojos. El terror se almacenaba en aquella enorme casa, pero afuera le esperaba algo peor, eso le quedó en claro cuando uno de los hombres le gritó a todo pulmón lo que estaba deseoso de hacerle.

Callista Pettifer agradeció que su menudo cuerpo cupiera entre una de las reglas mal colocada que guardaba el perímetro de la mansión. En el colegio femenino donde asistió siempre padeció vergüenza por su estatura y peso, era la más pequeña, la que siempre debía estar primero en la fila cuando el director hablaba en el gimnasio.

Su complejo se hizo su aliado y, para su buena fortuna, atravesó el sitial dando el primer paso a una nueva experiencia.

Sin embargo, el temple de la situación fue corrompido por los intentos de aquellos horribles hombres queriendo entrar. ¿Acaso Callista Pettifer había cavado su propia tumba? Se negó a creerlo. Temblando de pies a cabeza, con un nudo en la garganta y jadeando por el cansancio, dio el segundo paso...

Busco una vía factible para ingresar a la mansión abandonada y así perder a los tres hombres.

El frío la golpeó de lleno por todo el cuerpo. Era una frío antinatural. Había leído muchas veces (y también escuchado) que los lugares abandonados guardaban muchos secretos, cuentos (los que sobraban en The Noose) y espíritus. Callista no dudó lo último, podía palpar con sus dedos la espesura del lugar, el peso de los años. El olor a polvo y madera mojada se adentró por sus fosas nasales y estornudó. Buscó el celular en su bolsillo, y al conseguirlo, encendió la pantalla, visualizando los muebles viejos y empolvados, el hollín de siglos y siglos de abandono, el tapiz de las paredes agrietado, los candelabros a medio colgar del techo... Todo.

Sus ojos amasaron el lugar una vez más, hasta que los gritos del exterior despertaron su temor otra vez. Cogió el celular de tal forma, predispuesta a llamar al primer contacto que apareciese entre sus escasos contactos e intentó marcar.

Pero un golpe le impidió hablar. Fue un golpe directo al pecho el cual sintió atravesarle la piel, desgarrarla y escullirse en su corazón. Una pieza en piano de la sonata que por tantos años ambicionó tocar a la perfección fue la causante.

Presto agitato.

Musitó siendo consumida por la perfección de quien fuese el que la tocaba. Tanteó con su audición el lugar. Estaba hipnotizada por Beethoven y la persona que le hizo cobrar vida. Subió las escaleras, olvidando todos sus miedos y problemas, avanzó por la sala, atravesó los umbrales, pisó la madera estable de la segunda planta, tarareó la composición en sus pensamientos absorbiendo los altibajos de ésta y entró, presa del magnífico final, a la última habitación.

Allí, sentado de espaldas a la puerta, una figura ennegrecida reposaba frente al piano. El frío antinatural volvió, la adrenalina que Presto agitato le obsequió se esfumó. El miedo la paralizó y cuando quiso decir algo más ya era acorralada por la figura en el mismo piso de madera cubierto por una capa de tierra.

Ella misma cayó en su indecoroso final, sentenciando en ese instante su muerte venidera.


NobodyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora