La bestia, acurrucada en su plumaje faquiavelico, miraba, kedakosa, a su alrededor; astoniada veía el emoplasma soltarse, derramarse y tanosharse por su caída al submundo. Las extremosas partes de aquel engendro se retorcían mientras la bakestia esquilijántrica, acumbrada por el cronchido de los óseos, huye niguetosa momentos después del koroso desastre.
Descabinada la carcacha, arranca la carcasa, desrocada, destrozada, despaginada, sagulienta se encuentra, acranchada se despierta en otra zona concreta, una fuerte luz la alienta.
El mamífero erizado escapó del siniestro, evitando el mar de sangre que brotaba de la boca descabezada de aquella joven figura.
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