Karen

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Karen estaba sentada en la mesa de despacho de su padre y trataba de descifrar todos los cuadernos que tenía ante sí. Dirigir una propiedad tan grande era un asunto serio, había que aprender infinidad de asuntos que ella desconocía. Desesperada se puso las manos sobre la frente, sosteniendo su cabeza llena de rizos color castaño.

—No desesperes, chica, no lo vas a entender todo en una semana —el señor Wright le dijo aquello apoyando una cariñosa mano sobre su hombro.

Una semana era lo que llevaban allí encerrados ambos. Era enloquecedor, y aún más desesperante era la total dejadez de George respecto a ese tema.

El señor Wright era el administrador de la propiedad y era la persona que más podía ayudarla a organizar todo aquello. Su esposa, Teresa Wright, era quien había escrito a Karen para comunicarle que su padre no iba a salir del trance.

Karen se levantó y fue hasta la ventana, masajeándose la nuca. En ese momento Ed pasaba por el patio arrastrando una carretilla, con la camisa arromangada mostraba sus fuertes antebrazos. Karen sintió una punzada en la boca del estómago al verlo, y apartó la mirada. Cada noche después de cenar, fumaban juntos en la puerta del establo. También esa misma mañana, antes de reunirse con el administrador, Karen le había ayudado a socorrer a una cabra herida, entre los dos le habían conseguido salvar la pezuña. Había tenido más relación esa semana con Ed que con su propio hermano.

—¿Ha de ser todo tan complicado? —lamentó ella, no teniendo demasiado claro por cual de todas sus preocupaciones estaba preguntando. Quizás por todas.

—Así son las responsabilidades, chica.

Karen había pasado los tres últimos años estudiando veterinaria, una excentricidad, eso decían los maliciosos del lugar. En aquella época solamente los hombres tenían el privilegio de estudiar, pero la ley también permitía a las mujeres hacerlo, aunque las mentes retrógradas no lo entendieran.

—Imagino que echarás de menos tu vida en la gran ciudad. Recuerdo mis años de estudiante, ¡una eternidad hace ya de aquello!

Karen sonrió al amable señor Wright.

—Sí, para mi también parece que haya pasado una eternidad, aunque sólo haya transcurrido una semana.

—Todo se arreglará Karen, ya verás como todo poco a poco volverá a ponerse en su sitio.

El señor Wright tomó su sombrero, se despidió hasta el día siguiente y abandonó el despacho. Karen se puso a curiosear entre la extensa biblioteca de su padre y tomó un libro al azar, deseaba leer algo, lo que fuera mientras fuera bueno. Seleccionó un bonito volumen encuadernado en piel y comenzó a leerlo.

La puerta se abrió con timidez y la dulce Alina entró en la estancia.

—Es la hora de cenar, te estamos esperando.

Karen miró el reloj de la pared y se dio cuenta de lo tarde que era.

Los tres hermanos cenaban en silencio en el amplio salón. Las escasas luces eléctricas de la casa alumbraban la mesa y dotaban a la escena de una intensidad dramática cargada de claroscuros. Alina observaba con su habitual discreción como George deglutía sin casi respirar, daba la impresión de que deseaba acabar rápido y marcharse. Karen elevaba sus ojos hacia el techo entre bocado y bocado, como buscando algo invisible entre las vigas de madera. Comía muy despacio, con desgana. Ella tenía demasiadas cosas en su cabeza sobre las que pensar y parecía que George no deseaba tener ninguna.

—Entonces, ¿con el señor Wright todo bien, Karen? —Alina decidió iniciar una necesaria conversación. Esa frialdad que se estaba convirtiendo en tan habitual entre sus hermanos la irritaba.

Karen la miró aturdida, estaba justo en ese momento haciendo cuentas mentales y Alina acababa de hacerle olvidar una cifra, pero atendió a la pregunta de su hermana valorando como responderle. Veía a Alina muy niña aún y trataba de protegerla, no quería arrebatarle la despreocupación de la juventud pero al mismo tiempo quería ser honesta con ella. Alina era joven, pero aunque su aspecto fuera frágil, Karen intuía una gran fortaleza.

—Es todo complicado, Alina. Hay muchos papeles y muchos pagos por realizar...

—Quiero comprar un coche —interrumpió George sin apartar los ojos de su cena.

Ambas lo observaron en silencio. Karen intentó dar una respuesta que no irritara demasiado a su hermano.

—Ahora mismo no es el mejor momento.

—¿Y cuándo va a serlo? —le preguntó él desafiante.

—Un coche es un gasto que no podemos permitirnos ahora... hemos de realizar muchos pagos, quizás en primavera si las cuentas comienzan a salir podamos discutirlo.

—¿Discutirlo? ¿Y por qué vas a decidir tú lo que puede o no discutirse o cuando hacerlo?

Karen intentó no elevar tanto el tono como George estaba comenzando a hacerlo.

—¿Te has sentado a leer los libros de cuentas? En la semana que llevo encerrada con el administrador, ni si quiera te has dignado a pasar a preguntar nada.

—Estaba realizando otras tareas —se defendió él.

Karen sabía que aquello era cierto sólo a medias. Sabía de sus visitas diurnas al pueblo, y de sus salidas nocturnas. Pero no quiso decir nada.

—No hay dinero. Si no me crees ve y consulta los libros -—Karen quiso así zanjar la discusión.

—¡Dinero! ¡Siempre dinero! Tenemos todo esto, ¿y no hay dinero? —preguntó George abriendo los ojos para mostrar su ira al mismo tiempo que abría sus brazos tratando de abarcar todo aquello que les rodeaba.

Karen suspiró.

—No somos pobres, George, no estamos en bancarrota. Simplemente no podemos salirnos del presupuesto.

—¡No se por qué no nos hicimos comerciantes! ¡Ahora seríamos ricos! —George dijo aquello cargado de una gran amargura y sus hermanas entendieron de donde venía su frustración: no era tan rico con Ralf Bean, que tenía un bonito coche y estaba prometido con Emely.

—No podemos querer ser algo que no somos...

—¡Déjate de tonterías! —George se levantó, lanzó su servilleta sobre la mesa con furia y salió de la habitación.

Alina y Karen lo vieron partir sin decir nada. Su madre desde el piso superior había escuchado toda la discusión, pero volvió a cerrar la puerta de su alcoba y siguió ignorando al mundo.

ENTRE EL AMOR Y LA TORMENTAWhere stories live. Discover now