Reencuentros

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El funeral del señor Rowland convocó a toda la isla de May. Era una familia muy conocida y todos quisieron ir a despedirse del difunto y mostrar sus condolencias a su viuda. George estaba al lado de su madre, ahora era el hombre de la casa. Vestía de forma sobria y había peinado sus cabellos hasta darles un aspecto recatado, muy diferente a su habitual desorden.

Alina estaba al otro lado de su madre, con un pañuelo en la mano y la cabeza gacha aceptaba con resignación los pésames. Emely tomaba el brazo de su padre y ocasionalmente miraba en dirección a George, pero él hacía como si no se diera cuenta.

Un coche a motor se paró delante de la puerta del viejo cementerio parroquial donde estaba teniendo lugar el sepelio. Una joven descendió del vehículo y se dirigió hacia el gran grupo reunido delante del panteón de los Rowland. Los murmullos se abrieron a su paso al verla aparecer, todos se apartaron y dejaron espacio para que la joven pudiera llegar hasta la familia Rowland, George supo de quien podía tratarse antes incluso de ver su rostro, sólo una persona causaría tal revuelo: su hermana Karen.

Karen fue hacia su madre y se colocó delante de ella. Ambas mujeres se miraron en silencio y se tomaron las manos. La señora Rowland no pudo contener más las lágrimas y abrazó a su hija, llorando sobre su hombro. Karen acariciaba la espalda de su madre y todos los presentes observaban la escena en silencio. Cuando se separaron, Karen se colocó entre Alina y Margaret, tomó la mano de su hermana pequeña, apretándola con fuerza y el funeral continuó.

Tras el funeral, la casa de los Rowland se llenó de gente, allí estaban todos los que habían ido a despedir a William Rowland además de aquellos que no habían podido asistir y era en ese momento cuando comunicaban sus condolencias.

—¿Cómo lo supiste? —le preguntó George a Karen. Ambos estaban en la cocina, en una apartada esquina ajena al ajetreo del momento.

—No estaba en marte —le contestó su hermana—. Las noticias llegan rápidas aunque confiaba llegar a tiempo... Teresa Wright me avisó de que la situación de padre había empeorado... —Karen no pudo acabar la frase, las lágrimas se lo impidieron.

—Lo siento Karen, debería de haberte escrito yo —George trató de disculparse ante su hermana—. He sido un idiota, padre no estaba en condiciones de hacerlo y madre... ya ves como está, peor que nunca.

Karen vio tristeza y pesadumbre en los ojos azules de su hermano, y vio también sufrimiento. George el independiente, el autosuficiente, admitía que se había equivocado. Karen sonrió para tratar de aliviar la pena, miró en dirección del gran salón y vio a una silenciosa Emely.

—¿Te has declarado ya a Emely? — preguntó Karen con cierta picardía.

—No —George fue tajante en su respuesta y Karen supo que estaba dolido—. No tuve oportunidad. Se ha comprometido.

Karen abrió los ojos desmesuradamente, ¿así que esa mosquita muerta de Emely Mayer se había comprometido y no era con su hermano?

—¿Con quien?

—Con Ralf Bean.

—¿Con ese tonto? —Karen no daba crédito. Ralf Bean era un insignificante comerciante de sonrisa boba y aspecto insulso. Hasta la yegua de George parecía más lúcida que Ralf Bean.

—Ahora ya no es tan insignificante, ha hecho muchos negocios. Su hermano volvió de América con mucho dinero, lo invirtieron y ahora es un hombre muy rico.

A la mañana siguiente, Karen salió pronto de casa. Había pasado mala noche pero deseaba recorrer la granja. Paseó por las distintas zonas que configuraban la propiedad, ellos vivían en la casa principal pero había más dependencias. Otras pequeñas casas, donde vivían los trabajadores, se articulaban alrededor de un patio lleno de guijarros. Recordaba haber jugado mucho en ese patio de pequeña. Cruzó sus brazos sobre el pecho para intentar librarse de la nostalgia, era ella y no el helor de la mañana lo que le causaba escalofríos.

—Buenos días señorita Karen.

Karen reconoció con alegría al propietario de ese saludo.

—¿Ed? ¿Eres tú? —preguntó sonriendo.

—Sí, el mismo —contestó él sonriendo.

—¡Vaya! Has crecido mucho, hacía tanto tiempo que no te veía...

Aquello no era así exactamente, en Navidad se habían visto, o mejor sería decir que él la había visto a ella.

—Yo... lamento mucho lo del señor.

—Lo sé —dijo ella. Miró el cigarrillo que llevaba Ed y no pudo resistirse—. ¿Me das una calada?

Ed la miró sorprendido y con diligencia le entregó el cigarrillo. Le halagaba que la señorita Karen le pidiera algo así.

ENTRE EL AMOR Y LA TORMENTAOn viuen les histories. Descobreix ara