18. "Redención"

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Mis rodillas apenas pueden sostener mi peso, así que me doblo, con la intención de hacerme una bola en el suelo, pero Mikhail no me deja sola. Baja hasta el suelo conmigo y me sienta sobre su regazo mientras que yo escondo mi cuerpo en las dimensiones del suyo.

Mi brazo sano está alrededor de su cuello, mi cara se encuentra enterrada en el hueco del mismo; mis piernas están flexionadas y él está aquí, sosteniéndome. Envolviendo sus brazos de manera protectora y cálida.

No puedo dejar de sollozar. No puedo dejar de temblar. El dolor se clava en mi pecho como una estaca y me impide hacer otra cosa que no sea agonizar.


—Esa noche te encontré —Mikhail habla. Su voz suena más ronca que nunca—. Después de buscarte durante años, esa noche por fin di contigo. No sé cómo es que estaba tan seguro, pero sabía que eras tú —mis ojos se abren ligeramente y veo cómo su nuez de Adán sube y baja cuando traga saliva—. Siempre... —vacila. El sonido de su voz es cada vez más ronco—. Siempre he sentido una especie de... conexión contigo. No sé cómo empezó. Ni siquiera recuerdo cuándo... —se detiene un segundo—. Sólo sé que está ahí y que es como un hilo de energía. Como una línea entre tú y yo que, al principio, era débil. Tan débil que apenas podía percibirla; pero, conforme pasó el tiempo, se hizo fuerte. Intensa. Poderosa —sus brazos me aprietan contra él—. Al grado de poder sentir cuando te encuentras en peligro. Literalmente puedo sentir cuando algo va mal... —hace otra pausa—. Esa noche, fue la primera en la que percibí ese cambio. Ese que indica que algo ha ocurrido. La conexión fue tan intensa y tan abrumadora que, de pronto, sin saber por qué, me encontraba en pleno vuelo hacia ti; sin saber realmente que esa sensación iba a llevarme a tu encuentro.

Guarda silencio. El peso de sus palabras se asienta entre nosotros y, entonces, descubro que ya no sollozo. Aún hay lágrimas en mis ojos. Aún quiero desaparecer; pero el llanto ya no es incontenible.


—Cuando te encontré, ya todo había pasado —se detiene unos instantes—. Todos ellos... —sacude la cabeza en una negativa—. Tu familia —se corrige—. Ya despedían el halo de los muertos. El Ángel de la Muerte ya los había reclamado. No había nada que hacer —niega una vez más—. Así que esperé, sin saber qué hacer. Vi morir a tu madre, porque tu padre ya había fallecido cuando llegué. Vi morir a la más pequeña de tus hermanas... —su voz suena inestable, de pronto, como si realmente sintiera algo de pesar por lo que está contando—. Al final del tercer día, no podía soportarlo más. La chica que tenía el metal incrustado en el estómago sufría tanto... —siento cómo su mandíbula se aprieta—. Tomé una decisión estúpida. Sabía que no podía interferir. Sabía que, si yo la salvaba, iban a venir por mí —dice—, pero no me importó. En ese momento decidí que podía conseguir que un humano las ayudara. Técnicamente, no habría roto ninguna regla... —su abrazo se tensa otro poco—. Entonces, fui a buscar a alguien. Manipulé a un chofer para hacerlo encontrar el auto y, en el instante en el que el hombre vio el coche volcado, comenzó a actuar por sí solo. Llamó a la policía y a una ambulancia; pero, cuando bajé de nuevo a verificarlas, tu hermana ya había muerto.

Lágrimas renovadas me asaltan y el odio previo se disuelve en confusión y frustración. Entiendo que él no podía interferir, pero mi idiota corazón no puede dejar de pensar en que pudo haber hecho más.

—Bess, lo lamento tanto... —su voz es un susurro ronco y torturado y mi pecho se estruja.


Nos quedamos así, en silencio, durante un largo rato. Eventualmente, dejo de llorar, pero no nos movemos.

No hay palabras para llenar el ambiente. No hay nada más que el sonido de nuestras respiraciones y el latir de nuestros corazones. Y, de pronto, quiero fundirme en él. Fundirme y desaparecer dentro de la calidez de su pecho. Dentro del terciopelo de su voz y del mar incierto que hay en sus ojos.

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