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En ella los impulsos se abatieron tan bruscamente como se habían precipitado. ¡A qué exaltarse inútilmente! Luis la quería con ternura y medida; si

alguna vez llegara a odiarla, la odiaría con justicia y prudencia. Y eso era la


vida. Se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el vidrio glacial, Allí estaba el gomero recibiendo serenamente la lluvia que lo golpeaba, tranquilo


y regular. El cuarto se inmovilizaba en la penumbra, ordenado y silencioso.

Todo parecía detenerse, eterno y muy noble. Eso era la vida. Y había cierta

grandeza en aceptarla así, mediocre, como algo definitivo, irremediable.


Mientras del fondo de las cosas parecía brotar y subir una melodía de palabras graves y lentas que ella se quedó escuchando:
«Siempre». «Nunca»...


Y así pasan las horas, los días y los años. ¡Siempre! ¡Nunca! ¡La vida, la

vida!


Al recobrarse cayó en cuenta que su marido se había escurrido del cuarto.


¡Siempre! ¡Nunca!... Y la lluvia, secreta e igual, aún continuaba susurrando en Chopin.


El verano deshojaba su ardiente calendario. Caían páginas luminosas y

enceguecedoras como espadas de oro, y páginas de una humedad malsana


como el aliento de los pantanos; caían páginas de furiosa y breve tormenta, y

páginas de viento caluroso, del viento que trae el «clavel del aire» y lo cuelga


del inmenso gomero.

Algunos niños solían jugar al escondite entre las enormes raíces convulsas que levantaban las baldosas de la acera, y el árbol se llenaba de risas y de


cuchicheos. Entonces ella se asomaba a la ventana y golpeaba las manos; los

niños se dispersaban asustados, sin reparar en su sonrisa de niña que a su vez

desea participar en el juego.


Solitaria, permanecía largo rato acodada en la ventana mirando el oscilar del follaje -siempre corría alguna brisa en aquella calle que se despeña-


ba directamente hasta el río- y era como hundir la mirada en un agua movediza o en el fuego inquieto de una chimenea. Una podía pasarse así las horas


muertas, vacía de todo pensamiento, atontada de bienestar.


Apenas el cuarto empezaba a llenarse del humo del crepúsculo ella encendía la primera lámpara, y la primera lámpara resplandecía en los espejos,
se multiplicaba como una luciérnaga deseosa de precipitar la noche.


Y noche a noche dormitaba junto a su marido, sufriendo por rachas.


Pero cuando su dolor se condensaba hasta herirla como un puntazo, cuando


la asediaba un deseo demasiado imperioso de despertar a Luis para pegarle o

acariciarlo, se escurría de puntillas hacia el cuarto de vestir y abría la ventana. El cuarto se llenaba instantáneamente de discretos ruidos y discretas


presencias, de pisadas misteriosas, de aleteos, de sutiles chasquidos vegetales, del dulce gemido de un grillo escondido bajo la corteza del gomero sumido en las estrellas de una calurosa noche estival.

Su fiebre decaía a medida que sus pies desnudos se iban helando poco a


poco sobre la estera. No sabía por qué le era tan fácil sufrir en aquel cuarto.


Melancolía de Chopin engranando un estudio tras otro, engranando una


melancolía tras otra, imperturbable.


Y vino el otoño. Las hojas secas revoloteaban un instante antes de rodar

sobre el césped del estrecho jardín, sobre la acera de la calle en pendiente.


Las hojas se desprendían y caían... La cima del gomero permanecía verde,


pero por debajo el árbol enrojecía, se ensombrecía como el forro gastado de

una suntuosa capa de baile. Y el cuarto parecía ahora sumido en una copa de


oro triste.


Echada sobre el diván, ella esperaba pacientemente la hora de la cena, la

llegada improbable de Luis. Había vuelto a hablarle, había vuelto a ser su


mujer, sin entusiasmo y sin ira. Ya no lo quería. Pero ya no sufría. Por el

contrario, se había apoderado de ella una inesperada sensación de plenitud,

de placidez. Ya nadie ni nada podría herirla. Puede que la verdadera felicidad esté en la convicción de que se ha perdido irremediablemente la felicidad. Entonces empezamos a movernos por la vida sin esperanzas ni miedos,


capaces de gozar por fin todos los pequeños goces, que son los más perdurables.


Un estruendo feroz, luego una llamarada blanca que la echa hacia atrás


toda temblorosa.


¿Es el entreacto? No.
Es el gomero, ella lo sabe.


Lo habían abatido de un solo hachazo. Ella no pudo oír los trabajos que

empezaron muy de mañana.

El Árbol - María Luisa BombalWhere stories live. Discover now