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-Me gustaría ver nevar alguna vez, Luis.


-Este verano te llevaré a Europa y como allá es invierno podrás ver


nevar.


-Ya sé que es invierno en Europa cuando aquí es verano. ¡Tan ignorante no soy!


A veces, como para despertarlo al arrebato del verdadero amor, ella se

echaba sobre su marido y lo cubría de besos, llorando, llamándolo: Luis,


Luis, Luis...

-¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿Qué quieres?


-Nada.


-¿Por qué me llamas de ese modo, entonces?


-Por nada, por llamarte. Me gusta llamarte.

Y él sonreía, acogiendo con benevolencia aquel nuevo juego.


Llegó el verano, su primer verano de casada. Nuevas ocupaciones impidieron a Luis ofrecerle el viaje prometido.

-Brígida, el calor va a ser tremendo este verano en Buenos Aires. ¿Porqué no te vas a la estancia con tu padre?


-¿Sola?


-Yo iría a verte todas las semanas, de sábado a lunes.


Ella se había sentado en la cama, dispuesta a insultar. Pero en vano buscó palabras hirientes que gritarle. No sabía nada, nada. Ni siquiera insultar.


-¿Qué te pasa? ¿En qué piensas, Brígida?


Por primera vez Luis había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba sobre

ella, inquieto, dejando pasar la hora de llegada a su despacho.


-Tengo sueño... -había replicado Brígida puerilmente, mientras escondía la cara en las almohadas.


Por primera vez él la había llamado desde el club a la hora del almuerzo.


Pero ella había rehusado salir al teléfono, esgrimiendo rabiosamente el arma


aquella que había encontrado sin pensarlo: el silencio.


Esa misma noche comía frente a su marido sin levantar la vista, contraídos todos sus nervios.


-¿Todavía está enojada, Brígida?


Pero ella no quebró el silencio.


-Bien sabes que te quiero, collar de pájaros. Pero no puedo estar contigo a toda hora. Soy un hombre muy ocupado. Se llega a mi edad hecho un


esclavo de mil compromisos.


. . .


-¿Quieres que salgamos esta noche?...


. . .


-¿No quieres? Paciencia. Dime, ¿llamó Roberto desde Montevideo?


-Qué lindo traje! ¿Es nuevo?


. . .


-¿Es nuevo, Brígida? Contesta, contéstame...


Pero ella tampoco esta vez quebró el silencio.


Y en seguida lo inesperado, lo asombroso, lo absurdo. Luis que se levanta de su asiento, tira violentamente la servilleta sobre la mesa y se va de la

casa dando portazos.


Ella se había levantado a su vez, atónita, temblando de indignación por tanta injusticia. «Y yo, y yo -murmuraba desorientada-, yo que durante


casi un año... cuando por primera vez me permito un reproche... ¡Ah, me voy, me voy esta misma noche! No volveré a pisar nunca más esta casa...» Y


abría con furia los armarios de su cuarto de vestir, tiraba desatinadamente la


ropa al suelo.


Fue entonces cuando alguien o algo golpeó en los cristales de la ventana.


Había corrido, no supo cómo ni con qué insólita valentía, hacia la ventana. La había abierto. Era el árbol, el gomero que un gran soplo de viento agitaba, el que golpeaba con sus ramas los vidrios, el que la requería desde


afuera como para que lo viera retorcerse hecho una impetuosa llamarada negra bajo el cielo encendido de aquella noche de verano.


Un pesado aguacero no tardaría en rebotar contra sus frías hojas. ¡Qué

delicia! Durante toda la noche, ella podría oír la lluvia azotar, escurrirse por


las hojas del gomero como por los canales de mil goteras fantasiosas. Durante toda la noche oiría crujir y gemir el viejo tronco del gomero contándole de

la intemperie, mientras ella se acurrucaría, voluntariamente friolenta, entre

las sábanas del amplio lecho, muy cerca de Luis.


Puñados de perlas que llueven a chorros sobre un techo de plata. Chopin.


Estudios de Federico Chopin.


¿Durante cuántas semanas se despertó de pronto, muy temprano, apenas


sentía que su marido, ahora también él obstinadamente callado, se había


escurrido del lecho?


El cuarto de vestir: la ventana abierta de par en par, un olor a río y a

pasto flotando en aquel cuarto bienhechor, y los espejos velados por un halo


de neblina.

Chopin y la lluvia que resbala por las hojas del gomero con ruido de

cascada secreta, y parece empapar hasta las rosas de las cretonas, se entremezclan en su agitada nostalgia.

¿Qué hacer en verano cuando llueve tanto? ¿Quedarse el día entero en el

cuarto fingiendo una convalecencia o una tristeza?
Luis había entrado tímidamente una tarde. Se había sentado muy tieso. Hubo un silencio.


-Brígida, ¿entonces es cierto? ¿Ya no me quieres?


Ella se había alegrado de golpe, estúpidamente. Puede que hubiera gritado:
«No, no; te quiero, Luis, te quiero», si él le hubiera dado tiempo, si no


hubiese agregado, casi de inmediato, con su calma habitual:


-En todo caso, no creo que nos convenga separarnos, Brígida. Hay que pensarlo mucho.

El Árbol - María Luisa BombalWaar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu